Decimos “oleada migratoria” y ya no vemos personas, sino agua desbordándose. Decimos “control de fronteras” y pensamos en barreras. El lenguaje no es un espejo del mundo, sino un molde: lo talla y lo traduce. Cuando una metáfora se repite, deja de serlo para convertirse en una realidad aceptada. En el caso de la migración, la elección de imágenes no es neutral. Se habla de “avalancha”, “invasión”, “flujo”, “presión”, “drama”, “crisis”. Son fórmulas que transforman cuerpos en masas, historias en amenazas, esperanzas en caos que urge contener. Muchas de estas expresiones responden a un marco de deshumanización: el país receptor es un contenedor a punto de estallar; los migrantes, objetos que se apilan, mercancías que se reparten, virus que infectan. Así, el foco se desplaza de quien busca refugio a quien –supuestamente– debe defenderse.

A ellos, los “migrantes irregulares”, los vemos a menudo, pero pocas veces los miramos. Aparecen en nuestras pantallas envueltos en mantas de la Cruz Roja, exhaustos, con la piel agrietada por el sol y el salitre. Llegan en embarcaciones precarias, escoltados –cuando hay suerte– por Salvamento Marítimo. Bajan tambaleándose, con la mirada perdida, convertidos en estampa repetida, en cifras sin nombre. Son mujeres, niños, hombres jóvenes. Sabemos que cruzan el mar en busca de una vida mejor, pero ignoramos casi todo: lo que dejan atrás, lo que encuentran aquí.
Debemos preguntarnos qué mundo dibujan las imágenes que repetimos sin pensar
Este miércoles, en El Hierro, la muerte no ocurrió en alta mar ni en silencio. Fue a plena luz del día, con el puerto a la vista. Un cayuco volcó a cinco metros del muelle de La Restinga, acompañado ya por una patrullera. Con más de 150 personas a bordo, cuando creían haber llegado, la embarcación escoró con un desenlace fatal: murieron siete mujeres, tres de ellas niñas.
Las metáforas no solo simplifican: persuaden, conmueven, orientan el juicio. Pueden anestesiar la empatía o despertarla. El modo en que hablamos moldea lo que pensamos, y ese pensamiento, con el tiempo, se traduce en ley, en política, en trato cotidiano. Por eso es vital afinar el lenguaje. Preguntarnos qué mundo dibujan las imágenes que repetimos sin pensar. Y, si hace falta, inventar otras. Porque las palabras que usamos para hablar de los demás acaban modelando lo que somos.