La justicia universal, herida

El 8 de mayo de 1945, el mariscal y alto jefe de las fuerzas armadas alemanas, Wilhelm Keitel, firmó la rendición del ejército alemán ante las fuerzas soviéticas. Pocos meses después fue juzgado en Nuremberg y condenado a morir en la horca. Con él, una docena de jerarcas nazis pagaron con sus vidas por el Holocausto cometido contra millones de inocentes. Esta histórica sentencia sentó las bases del derecho internacional y la definición de los delitos de genocidio y crímenes de lesa humanidad.

Ochenta años después, la Corte Penal Internacional (CPI), heredera de Nuremberg, ha emitido órdenes de arresto contra el presidente de Rusia y el primer ministro de Israel, acusados de crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos sobre la población de Ucrania y Gaza, respectivamente. A pesar de ello, las posibilidades de que Vladímir Putin o Beniamin Netanyahu corran la misma suerte que el mariscal Keitel y se sienten en el banquillo de los acusados son ínfimas. Tampoco hay demasiadas posibilidades de que el presidente Donald Trump sea juzgado por haber instigado el golpe de Estado que culminó con el asalto al Congreso de Estados Unidos en enero del 2021 o por utilizar groseramente el despacho oval para enriquecerse él y su familia.

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BASHAR TALEB / AFP

Evidentemente, la gran diferencia es que mientras Alemania perdió la guerra, los tres autócratas han consolidado su poder instrumentalizando la ley para retorcer la democracia. Mediante la judicialización de la política, la manipulación de las reglas y la eliminación de derechos, han domesticado el orden legal para adaptarlo a sus planes imperialistas, xenófobos y corruptos.

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La esperanza de que un tribunal internacional investigue y castigue los delitos cometidos por estos y otros sátrapas se ha ido desdibujando en la medida en que los estados poderosos rechazan su mandato. Estados Unidos, China, Rusia o Israel no reconocen la CPI, lo que convierte sus resoluciones en papel mojado cuando les afectan, además de ser una discriminación para los que se someten a sus veredictos. El resultado es un retroceso del derecho internacional y de los principios legales establecidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Las sentencias de la CPI se han convertido en un menú a la carta del que los grandes toman solo las resoluciones si les favorecen y un trágala para países inertes y reos chuscos. La impunidad de los gobernantes implicados en guerras y represiones que conculcan las leyes universales siempre es el primer paso para consagrar regímenes donde la democracia es un espejismo.

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