Una pregunta que se hace nuestra sociedad es cómo evitar el aumento de los populismos. En Occidente han crecido extraordinariamente y mandan en diversos países (EE.UU., Hungría…). La democracia liberal está amenazada. En Europa más de un 20% de los ciudadanos consideran que este modelo es un obstáculo para el progreso. Y este porcentaje va en aumento. Algunos analistas apuntan a que los populistas “juegan mejor con nuestros afectos”.
Es importante acertar con un buen diagnóstico y con una buena terapia para contener este crecimiento. No tenemos un remedio mágico, pero podemos contribuir a encontrar la solución. Lo primero es recordar por qué merece la pena realizar un esfuerzo para proteger y mejorar la democracia liberal. Este modelo político es el que ha dado los mejores periodos en la historia por lo que respecta a la dignidad de las personas: es el que más ha respetado los derechos humanos, ha dado más oportunidades económicas y sociales, ha respetado más la pluralidad y a las minorías, ha sido más inclusivo… No es una panacea y tiene dificultades para responder a las expectativas de los ciudadanos. No pocos se plantean la disyuntiva ¿para qué defenderla y no entregarnos a las propuestas populistas alternativas? Los resultados de estas alternativas los conocemos bien en Europa. Siempre evolucionan hacia el abuso de poder, el conflicto y la ruptura social, el aumento de la corrupción y, a menudo, acaban en colapso económico o en guerras. Por desgracia nos olvidamos.
La respuesta populista ante los retos sociales busca la movilización afectiva
A los que no desean repetir errores pasados, les va mucho en acertar en el “diagnóstico” y en la “terapia”. Y no lo estamos consiguiendo. Hay dos principios muy relevantes en la movilización social: el “principio de realidad” o de realismo cognitivo como tendencia a ajustar creencias y comportamientos a la información objetiva del entorno (lo opuesto es la “disonancia cognitiva”). El otro es el principio de lealtad al grupo, de pertenencia a un colectivo o nación. Es un movimiento que moviliza y cohesiona a las sociedades. Aquel busca apoyarse más en la razón. Este, en las emociones. El punto central es que cada vez hay más evidencia empírica de que primero van los sentimientos y después la razón.
Las voces más sensatas se centran en el principio de realidad: buscan cómo abordar los temas de fondo que han llevado a este crecimiento de la extrema derecha. Por ello se preocupan por la falta de oportunidades y de expectativas de mejora de una parte importante de la población, la nueva “clase social”; el politólogo británico Guy Standing la denomina la clase “precarizada” (gente que cobra el salario mínimo como repartidores, telefonistas, etcétera, amenazados por los avances tecnológicos y con poca o ninguna protección laboral). Esta clase emergente desconfía de las élites, de los partidos tradicionales y de gobiernos incumplidores; se sienten olvidados y maltratados por las administraciones y los políticos.

Ante ello, gobiernos no populistas priorizan la creación de oportunidades, la sostenibilidad del sistema de pensiones y del Estado de bienestar; abordar la desigualdad excesiva; poner freno al deterioro medioambiental... Ponen el foco en políticas económicas y sociales y suponen que las aguas volverán a su cauce. Es cierto que todo ello es fundamental y hay que hacerlo ¡pero nos equivocamos si nos paramos aquí! Fracasaremos: no salvaremos el mejor modelo que nos ha ofrecido la historia ni dejaremos sin munición a los extremismos.
En un encuentro después de una presentación pública, el que fue asesor en seguridad del primer ministro indio Narendra Modi nos confesó que en India nunca habían tenido tanta educación, tanta sanidad, tantos servicios públicos, tanta clase media… y tanta insatisfacción social. A la pregunta ¿qué vais a hacer? La respuesta fue contundente: vamos a potenciar el sentimiento hinduista. ¡Tal cual! La repuesta populista ante los retos sociales busca la movilización afectiva. El resultado de optar es conocido: hasta ahora ganan los populismos.
Los defensores de la democracia liberal necesitamos los dos instrumentos: políticas racionales que aporten soluciones realistas a las demandas sociales y, simultáneamente, un relato compartido que se dirija a nuestros afectos. Priorizar los afectos es fundamental. Ante la construcción de un “nosotros” excluyente cabe un “nosotros” más amplio y plural, más acogedor para todos. Ante una propuesta de futuro en el que cada país o región será una fortaleza, cabe una propuesta atractiva de nuevo orden global que ofrezca seguridad (sentimiento prioritario). Ante una visión económica de “ganar-perder” cabe la de “ganamos todos”. Ante el sentimiento de “descontrol y creciente anarquía”, un orden consensuado y exigente para todos.
Cómo construir discurso compartido es el gran reto: no puede ser ingenuo, debe ser realista y apelar a nuestros sentimientos positivos más profundos, que nos han dado los mejores momentos de la historia. Y el primer reto lo tienen los partidos políticos donde estos enfoques enfrentados pugnan por ser hegemónicos. Ojalá la clase política sepa dar forma a este discurso compartido y los ciudadanos lo propiciemos en nuestras relaciones y en las redes sociales.