En la fantástica exposición que el CCCB dedica al dibujante y pensador Chris Ware están también presentes algunas de las portadas que ha hecho a lo largo de los años para The New Yorker, algunas de ellas muy conocidas. Me llamó la atención una del 2013 que no había visto. Representa una función escolar y la perspectiva de la mirada está en la platea, en los padres que graban esa función y que enfocan, con las pantallas de sus móviles, cada uno a su propio niño, haciendo zoom in y preocupándose de grabar solo eso, y no el conjunto de la obra.

Chris Ware (derecha), en abril, en la exposición que le dedica el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona
Como las ideas raramente se le ocurren a una sola persona, la escritora Rachel Cusk hace una reflexión similar en su último libro, Desfile, y la pone en boca de uno de sus personajes. Cito de memoria, pero creo recordar que al personaje le horroriza esa fragmentación, que considera una forma contemporánea de narcisismo parental. He aquí mi niño, intercambiando diálogos con otros niños que quedan fuera de campo, o tocando un instrumento solo, como si no sonaran otros a su alrededor.
Si me apelaron esa portada y ese fragmento, es porque me sentí vista. Vista y culpable. Entiendo la crítica que hacen esos creadores a los que admiro y no me costaría mucho escribir una columna defendiendo esa tesis (educar en la colectividad, no criar pequeños monstruos con síndrome del Protagonista, etcétera), pero es que no puedo.
Porque yo también hago zoom in en las funciones de mis niños, confiando en que otros padres más habilidosos y con mejores cacharros pasarán después el vídeo del plano completo, mientras me dedico obsesivamente a filmar planos de mi criatura en varios formatos. Un vídeo más largo para la familia, que tolera y demanda todo tipo de material, uno más corto para los amigos, de cuya paciencia no conviene abusar. Algunas fotos sueltas, que quedarán un poco borrosas pero con suerte capturarán algo de la esencia del momento. Todos esos vídeos y fotos corren el peligro de convertirse en detritus digital, amalgamarse con los otros miles que viven en mi móvil, pero también son un intento fútil
de archivística sentimental. Una manera de decir: mira, tuviste siete años, tres meses y 14 días y fuiste así. Una semana más tarde ya eras diferente, y eso se nos hizo un poco insoportable.