Una mesa de niños es al mismo tiempo un paraíso y una prisión. Un paraíso, porque no hay normas ni padres, y la utopía en cuestión es custodiada únicamente por la ridícula y desinteresada autoridad de un camarero. Y una prisión, porque la comida es terrible, no tiene variedad ni se toma en serio a sí misma, lo que la convierte en una desconsideración no solo hacia las papilas gustativas de las criaturas, sino también hacia su curiosidad y su capacidad para el disfrute.
Esta es una reivindicación que arrastramos desde la infancia muchos de los que fuimos niños sibaritas, y estoy segura de que mi yo de siete años exclamaría: “¡Ya era hora!”, cuando se enterara de que por fin he escrito cuatro cosas sobre este tema trascendental en un periódico. ¡Que se los coman los mayores, los macarrones pasados y el pollo empanado!
¡Que se los coman los mayores, los macarrones pasados y el pollo empanado!
Como en toda isla perdida y como en toda prisión, en una mesa de niños siempre se respira la posibilidad de un amotinamiento. Puedo contar con orgullo que una vez formé parte de una revuelta que no solo consiguió señalar la injusticia que la instigaba, sino cambiar las cosas. En la boda de una prima segunda, la mesa infantil se plantó y exclamamos que si no nos daban la comida rica –el jamón, las gambas, las doradas y el cordero–, no comeríamos. El compromiso con nuestras demandas era tan firme que, después de un montón de negociaciones con adultos ligeramente entonados, conseguimos degustar los mismos platos que el resto de los comensales.
Desgraciadamente, la historia se vuelve oscura. La insurrección truculenta. La playa y las palmeras de repente remiten a El señor de las moscas. Algunas de las criaturas que formaban parte de esa mesa se emborracharon de victoria, y en vez de saborear las viandas que habían conseguido gracias a la lucha organizada, dejaron que el triunfo se les fuera de las manos.
Lo que había empezado como una rebelión por una causa justa, se convirtió en una tiranía, en un abuso de poder infantil, en una tortura injustificada del pobre camarero –mediador que había logrado el cambio de menú, y por quien, con toda la crueldad de que los niños son capaces, no se sintió ningún tipo de compasión– ejercida a base de hacer porquerías con las bebidas y la comida, y de chillar todo tipo de bromas pueriles.
