El infierno se nos ha desbordado, parece que allí ya no se puede más. Los condenados eternos nos ven en las pantallas de sus teléfonos y trepan de cualquier manera hasta nuestro gracioso paraíso. Son imparables. Llegan hacinados en camiones, en pateras, arrastrándose, como haga falta. No les importa estar un poco más muertos si el viaje se les da mal, si por ejemplo vuelca la embarcación. Hay abuelas de luto que llegan en silla de ruedas, atravesando desiertos de hambruna, empujadas por sus nietos vigorosos. Lo hemos visto en telediarios. El hambre proporciona un vigor bestial. Aquí no lo podemos entender, luchando contra la obesidad. Pero escapar del espanto es un motor incombustible. No hay océano ni alambrada capaz de frenar el impulso de la desesperación.
Imagen de una niña en Gaza, la semana pasada
No se tuvo en cuenta la fuerza que podía llegar a tener una rebelión en el infierno. Y se nos fue la mano avivando fuegos, achicharrando cuerpos, apretando tuercas, vendiendo munición. Cuando Nietzsche advirtió que Dios había muerto, no quisimos asumir responsabilidades. No nos dimos por aludidos, pero quizás hace tiempo que Dios somos también usted y yo. Y nuestros repartos aleatorios de almas, al cielo o al infierno, no tienen credibilidad. Sin justicia divina, esto no hay quien se lo trague. Y el infierno revienta como una cloaca que sobrepasa los límites de su capacidad. Abres tranquilamente el grifo de tu cocina y ves salir un pie.
Un activista describe las heridas de una niña atrapada en una guerra y con ella se acaba el mundo
Sin embargo, es una historia impersonal. La desesperación es una muchedumbre, bultos borrosos que despejamos de un manotazo en la nebulosa mental, informativos peliculeros, peticiones de firmas que saltan en el dispositivo cuando compras un billete de avión. Esta la firmo, esta la aparto con un dedo, ni sé por qué. Las tragedias se nos amontonan.
Pero en la radio, esta tarde, un activista describe las heridas en el cuerpo de una niña atrapada en una guerra. Y con ella se acaba el mundo. Si oyéramos cada día la historia de una niña, solo una, nos decimos, a lo mejor reventábamos de humanidad. Si observáramos, con mucha demagogia, a una mínima niña, exactamente ese pequeño cuerpo, un único estómago vacío, dos ojitos particulares, esas dos piernas que ya no están, solo entonces, tal vez, no podríamos dormir más. Nos tiraríamos al suelo o haríamos la revolución.
