En la plaza San Marcos, una pancarta de cuatrocientos metros cuadrados con la cara de Jeff Bezos rezaba en inglés: “Si puedes alquilar Venecia para tu boda, puedes pagar más impuestos”. Ha sido una de las protestas contra el dueño de Amazon, que ha convertido la ciudad en un decorado de superricos para casarse con Lauren Sánchez. Querían llegar triunfalmente en su megayate, pero por seguridad tuvieron que aterrizar en helicóptero. También tuvieron que cambiar el lugar de la ceremonia. Un maniquí de Bezos agarrado a un paquete flotaba entre las góndolas del Gran Canal.
Conquistas el mundo y crees que te pertenece; te mueves por él a tus anchas como si fuera un plató. Pisoteas a quienes están a tus pies haciéndote de alfombra roja, y también a los que no. Durante un tiempo la escenografía deslumbra tanto que cuela. Hasta que el pueblo se harta. Porque una cosa es hacerle creer que representas lo que aspira a ser, y otra restregarle por las narices que tu riqueza se basa en su precariedad, que tus privilegios se anteponen a sus derechos y que tu contaminación la pagan ellos. El lujo y el poder funcionan si no te regodeas. En caso contrario, acaba siendo obsceno y ofensivo para una mayoría que va creciendo.

La corte es capaz de llamar daddy al abusón, para gran escarnio planetario y burlas del propio agasajado hacia el pelota. Pero al pueblo no le gusta que lo traten de bufón, de figurante ni de pagafantas. Toma conciencia de que es parte esencial del mecanismo y de que bastaría con rebelarse. Lo hemos visto en distopías como Los juegos del hambre y también en la historia, sabemos qué puede pasar si resuelves “que coman pasteles”.
Claro que la reacción no siempre es esa. El capítulo que Stefan Zweig dedica a Cicerón en Momentos estelares de la humanidad sigue vigente veintiún siglos después: “Nadie tiene el derecho a imponer al pueblo su voluntad y con ello su capricho”, escribe. Y también: “En la ciudad degenerada todos quieren únicamente su bienestar, buscan el provecho para sí mismos”. Así que, tras el asesinato de César, cuando todo es posible, el pueblo asume que “solo a los aduladores y a los delatores se les permitirá un cuchicheo insidioso, en lugar de la libertad de la palabra”. Nadie lo evita. La cuestión es en qué punto nos encontramos ahora.