Hace un par de domingos asistí al bautismo de Aurora, en la parroquia de la Mare de Déu del Sagrat Cor, abogada de las causas desesperadas, en el Eixample de Barcelona. Como amigo paterno y cristiano participé feliz de la ceremonia de un sacramento iniciático y de redención, que reconozco que mi memoria tenía ya un poco oxidada.
Y es que debo admitir que estos últimos años he pisado pocas iglesias y menos aún para bautizos. Y no porque haya perdido la fe, sino más bien porque el paso de los años y haber tratado con tanta gente poco digna de ser recordada ha encallecido mi alma: la Iglesia, como la mayoría del resto de las instituciones, me transmiten poca Verdad. Como en política o en los asuntos familiares, también en lo religioso tiendo a desconfiar de los intermediarios, aunque ello me condene a la más fría de las intemperies. Además, pueden intuir que, por razones generacionales, en mi vida cotidiana presencio más divorcios y funerales que nacimientos. El tiempo, aunque posmoderno, pasa para todos.

El caso es que el descenso de la natalidad, pero especialmente la secularización de la sociedad, hace de cualquier bautismo un acto noticiable. Según datos de la Conferencia Episcopal, en el 2024 apenas unos 152.000 niños fueron bautizados, poco menos del 47% de los nacidos. Este año yo habré asistido a uno de ellos.
La protagonista de esta historia, Aurora, es una niña de nacionalidad checa, nacida hace justo un año en México, gestada en un vientre que no volverá a ver, y, sí, incorporada a la fe católica en una parroquia de Barcelona. Actualmente, la cría reside en Agaete, un pueblecito en el norte de Gran Canaria. Su padre es gay, inteligente, emprendedor y extrovertido, aunque sin un pelo de frívolo.
La vida de una recién nacida siempre merecerá la pena ser celebrada, en comunidad
La ceremonia del bautismo de Aurora fue sencilla, adornada tan solo con los símbolos propios del ritual cristiano: el agua bautismal, la cruz, el óleo, el cirio y un vestido blanco. Destacaron la fe y el entusiasmo de los asistentes, que, más que conocimiento litúrgico o militancia, exhibieron humanidad y ganas de creer. Creer que vivir tiene sentido y que la vida de una recién nacida siempre merecerá la pena ser celebrada, en comunidad.
También me impresionó la compasión del párroco, que, aunque rápidamente apreció lo extraordinario de las circunstancias, así como las limitaciones catequéticas y lingüísticas del encuentro –el que no era ortodoxo, era agnóstico y el que no hablaba inglés era de Almería–, no dudó en recordarnos a todos el significado católico del primer sacramento del perdón de los pecados y la alegría de incorporar una niña a la fe y la comunidad cristianas. Consciente de lo empanados que están hoy en día muchos padres a la hora de decidir sobre sus hijos, el sacerdote recordó que, si nadie duda de la potestad paterna para administrar una pastilla al hijo acatarrado o para arroparle en una noche fría, ¿por qué habrían de dudar sobre la conveniencia de marcarle una identidad y un sentido de vida transcendente? Aquello que los padres consideran bueno cuando naces, serás tú mismo quien lo asumirá libremente al comulgar y que confirmarás razonadamente de adulto.
Aunque discreto, el capellán subrayó que era plenamente consciente de la singularidad de la familia que llamaba a las puertas de su iglesia. Pero, parafraseando al papa Francisco –sin citarle–, vino a decir: comparta más o menos lo vivido y por vivir de los hombres y mujeres aquí presentes, ¿quién soy yo para juzgarles? Presumo que, acostumbrado a una iglesia llena de fieles tan eruditos como rutilantes, este encuentro dominical rebosó de significado para todos, también para el propio párroco.
El bautizo, como cualquier acto repleto de humanidad, sea de la confesión que sea, concluyó entre lágrimas, besos y aplausos. De regreso a casa, emocionado, consulté en el diccionario el significado de aurora: luz sonrosada que precede inmediatamente a la salida del sol. Efectivamente, ese domingo, incluso los nómadas en apariencia más noctámbulos, errantes y hedonistas pudimos constatar, de nuevo, que para nuestra especie solo el placer dotado de sentido puede ser fuente de felicidad. Mientras Aurora arraigaba en la discreta parroquia del Eixample, a lo lejos retumbaban los últimos espasmos electrónicos del Festival Sónar, este sí, cada vez más de aquí y de ninguna parte.