Durante décadas, el contrato social en las democracias occidentales fue claro: si te esforzabas, estudiabas y trabajabas duro, acabarías accediendo a una vida estable, formarías una familia con vivienda gracias a un salario digno. Tu vida probablemente sería mejor que la de tus padres y no es extraño que disfrutaras de una cierta movilidad ascendente. Ese fue el relato (y también la realidad) que permitió construir una sólida clase media tras la Segunda Guerra Mundial. Ese pacto hoy se ha agrietado. Y para millones de personas, sobre todo jóvenes, se ha convertido en una promesa rota.
El economista Branko Milanovic, especialista en desigualdad económica, lo respalda con cifras contundentes: la clase media de los países ricos ha perdido protagonismo. Aunque las desigualdades entre países se han reducido gracias al crecimiento acelerado de economías como China, India o Vietnam, en el interior de Europa y Estados Unidos las diferencias han crecido. Quien antes se situaba cómodamente en el percentil 80 de la renta global ahora ha sido desplazado por nuevas clases medias asiáticas. En términos relativos, hemos dejado de ser los ricos del mundo (España incluida, por supuesto).
Lo que más inquieta no es el ascenso de otros, sino el estancamiento propio. En nuestras ciudades, la desigualdad ya no es una abstracción: es una realidad que se nota en los sueldos, en la vivienda, en las herencias, en la sensación de no llegar. Porque esa clase media que sostenía el equilibrio social y económico está dejando de ser mayoría. No desaparece de golpe, pero se adelgaza, se descompone, se desliza hacia abajo. Y con ella, se desmorona la idea de progreso intergeneracional.
Y el golpe más fuerte lo está recibiendo la juventud. Lo señala el catedrático Ignacio Conde-Ruiz en su libro La juventud atracada: el aumento de la esperanza de vida desde los años 80 en unos 7 años significa que los hijos heredan más tarde (cuando lo hacen) y heredan menos cantidad de dinero (porque al vivir más, gastas más). Además, tenemos una tasa de natalidad muy baja en nuestro país (1,16 hijos por mujer). Por otro lado, hoy los jóvenes acceden al mercado laboral en peores condiciones (trabajos, sueldos y estabilidad laboral) y se enfrentan a un mercado de la vivienda que, literalmente, les expulsa. Hoy, comprar un piso en ciudades como Madrid o Barcelona requiere más de once años de sueldo íntegro. A sus padres les bastaban siete. El alquiler se lleva la mitad del salario. No pueden emanciparse, no pueden formar una familia si quieren, ni imaginar una vida propia sin una hipoteca emocional y financiera.
¿Y por qué no se revierte esta situación? Porque la política ha dejado de mirar hacia los jóvenes, según el economista de FEDEA. El peso electoral de los mayores ha crecido tanto que las prioridades se han desviado. Entre los años 80 y 90, los jóvenes representaban el 35 % del electorado. Hoy apenas superan el 20 % y los mayores de 65 van camino de ser el 30%. Y eso se nota en los presupuestos: las pensiones han crecido en más de tres puntos del PIB desde 2010, mientras que la inversión en políticas públicas de largo plazo, es decir, pensada para jóvenes (educación, ciencia o vivienda pública) sigue estancada. Se apuesta por lo sénior en el gasto público. No es un dilema técnico: es una elección política.
A todo esto, se suma un factor clave que explica la situación: el deterioro del salario medio. Como ha mostrado el periodista Kiko Llaneras, un sueldo que hace 15 años te situaba en el centro de la escala salarial hoy apenas te mantiene por encima del percentil 30. La parte media de la distribución ha perdido poder adquisitivo, y su espacio ha sido vaciado por los extremos: por arriba, quienes concentran rentas del capital o salarios altos; por abajo, quienes sobreviven con contratos temporales, a tiempo parcial o en sectores precarios.
Es decir, incluso quienes logran acceder al mercado laboral lo hacen en condiciones que no garantizan una vida digna. Hemos formado a la generación más preparada de la historia, pero no le damos las herramientas para construir un futuro. Les pedimos que innoven, que emprendan, que sean resilientes y creativos, mientras les ofrecemos salarios bajos, alquileres imposibles y un sistema que no les representa.
Una generación que no hereda ni vota no es una generación perdida: es una generación ignorada. Y si no corregimos el rumbo, el daño no será solo económico. Será social, será irreversible. Será el fin de la clase media como la conocimos. Y con ella, el fin de la promesa que sostuvo nuestras democracias.
Más ideas en el próximo No Lo Leas.