En una democracia, la administración pública ejecuta, dentro del marco validado por el poder legislativo, las políticas de los gobiernos legítimamente constituidos. Los encargados de hacerlo son los servidores públicos. La calidad de una administración depende en buena medida de la calidad y la competencia de los que –utilizo el término sin precisión– ejercen funciones directivas. En Catalunya este tema de la reforma administrativa es prioritario y, de hecho, hoy esperamos novedades del Govern de la Generalitat.
No será fácil avanzar porque hay que compatibilizar dos exigencias: la de máxima competencia profesional del servidor público y el margen de libertad que el político tiene que tener para designar altos directivos de su confianza. En una administración que funcione tiene que haber directivos que lo son solo por su competencia técnica. Son, idealmente, los que tienen como motivación principal la ética del servicio público, del cumplimiento y del trabajo bien hecho. Pero también tiene que haber los que, además, sintonicen a fondo con las políticas del gobierno y que tengan como motivación el éxito de esas políticas. Un gobierno necesita ese tipo de directivos. Son los que dinamizarán la acción de gobierno: les importa cumplir y ganar elecciones.
Una reticencia hacia el nombramiento basado en la confianza proviene de la preocupación de que no se atienda suficientemente a la competencia. Es algo que se ha dado más que anecdóticamente y que es responsable de haber puesto al orden del día la necesidad de diseñar metodologías que garanticen un buen nivel de competencia en los nombramientos de confianza.
Una primera idea es la acreditación. Consiste en limitar el universo de candidatos con el requisito de disponer de una credencial específica. Es una condición razonable si la credencial es genérica del nivel competencial requerido (titulación universitaria, doctorado, conocer idiomas...), pero no lo es si es una credencial ad hoc, diseñada por uso de la administración interesada.
Si alguien muy preparado desea incorporarse a nuestro servicio público, no hay que ponerle trabas
Un ejemplo de mi experiencia: cuando el presidente Mas en el 2010 me nombró conseller de Economia i Coneixement me correspondió buscar perfiles bien preparados para los nombramientos de confianza. Los encontré entre profesionales con vocación política declarada –algunos militantes de partido– y entre funcionarios (incluidos los universitarios). Es concebible que si hubiera existido una credencial para ser directivo de la Generalitat, estos ya la habrían tenido. Pero también –y muy crucialmente– pude captar algunos entre profesionales en el extranjero y entre prejubilados altamente cualificados. Si impusiéramos acreditaciones como la de ser funcionario o la de disponer de la credencial ad hoc estaríamos discriminando a estos colectivos, reduciendo mucho el conjunto de candidatos potenciales y, en definitiva, infligiéndonos un tiro en el pie.
Hablando claro, y concentrándome en el talento externo: hay que evitar toda medida de acreditación que de facto se constituya en una barrera para quien se encuentra desplegando su carrera por el mundo. Sería absurdo que alguien con un máster de Sciences-Po en París, o de la Kennedy School en Harvard no calificara para optar a nombramientos de confianza. ¿Paranoia por mi parte? En todo caso, paranoia preventiva porque en el sistema universitario las acreditaciones han sido de hecho un obstáculo al retorno desde el exterior. No nos lo podemos permitir. Si alguien muy preparado está dispuesto a incorporarse a nuestro servicio público –típicamente en condiciones económicas no comparables a las de fuera– no hay que ponerle trabas.
La experiencia personal y las mejores prácticas internacionales me sugieren una opción mejor. Consiste en hacer convocatorias con los requisitos que toquen y periodos de respuesta cortos, pero suficientes para permitir campañas de difusión por canales que, con alta probabilidad, hagan llegar la información a candidatos predispuestos. La comisión evaluadora debe incluir nombres que se juegan su reputación al hacer una evaluación cuidadosa de la competencia de los candidatos. Finalmente, el ente político que tiene que decidir recibe de la comisión uno o más nombres, ordenados o no. Evidentemente dentro de ese marco hay muchas variaciones, pero generalizar prácticas de este tipo sería un gran avance.
