Ignominia. Un millar de palestinos han fallecido, por disparos y tumultos, en estos perversos juegos del hambre. Bajo el sol tórrido, haciendo cola frente a los puestos de reparto caótico de comida, vigilados por los tanques, a la espera de un paquete –harina, fideos, aceite– para salvar a sus familias. Las muertes se han producido desde el mes de mayo, cuando Israel decide apartar a la ONU de la distribución de alimentos para impedir, alega, que caigan en manos de Hamas. Ahora el racionamiento está a cargo de la GHF, controlada por mercenarios norteamericanos. Mientras, un goteo de imágenes devastadoras: niños con las costillas a flor de piel, tan desnutridos que se les pueden contar los nudos del espinazo, los ojos de la desesperación, a punto de saltar de las órbitas. El acecho de la muerte los convierte en ancianos diminutos. Pellejo y huesos.

Una madre palestina en Gaza, con su hijo malnutrido y discapacitado
Srebrenica, 30 años. El odio étnico, de nuevo, y la cortedad de la memoria. Como quien no quiere la cosa, ya han pasado tres décadas de otro genocidio que conmovió a Europa. En apenas seis días de julio de 1995, más de 8.000 hombres y niños musulmanes fueron asesinados sistemáticamente por las unidades serbobosnias que lideraba el general Ratko Mladic. Los enterraron en fosas comunes, se exhumaron luego y los restos se diseminaron por zonas remotas en un intento de borrar las huellas. Algunas familias aún no han recuperado a sus muertos. Otras han tenido que conformarse con dar sepultura a un trozo de quijada. Un mero hueso.
Sacuden la conciencia las imágenes de niños palestinos famélicos, convertidos en ancianos diminutos
Conversación imposible. A pesar de las fatigas y el hambre que pasó durante la Guerra Civil y en los primeros años después de la contienda, mi padre conserva todavía una razonable salud de casi nonagenario, sujeta con alfileres. Hace unos días, le anuncio:
–Papá, me dicen que, en adelante, para las cosas “normales” te visitará el geriatra.
–¿El pediatra?
Intento tragarme la risa, pero no puedo.
–¿Pero cómo va a visitarte a ti el pediatra? –atino a decir, visualizando peúcos y biberones.
–Será el psiquiatra –tercia mi madre.
El humor nos salva. A veces. Un poco.
‘Los comedores de patatas’. Así se titula un cuadro de Vincent van Gogh de su primera etapa (1885), un cuadro que siempre me llamó la atención, pintado en tonos muy oscuros, casi barrocos, como si hubiese arrastrado la tela por los surcos de un labrantío. Aunque es mucho mejor el artista que vino después, la escena tiene magnetismo: muestra a una familia de campesinos de Nuenen durante la cena, a la luz de un quinqué, las manos nervudas, alimentándose los cinco del fruto de su trabajo. Quiere la casualidad que un amigo me regale, la semana pasada, un libro de Ramón Andrés, Los árboles que nos quedan (Hiperión, 2020), que incluye precisamente un poema dedicado a esa obra. Los versos atraviesan como los pinchos de una horca: “Venimos de ellos, de su cama y de sus noches, / de su amarse adusto y rápido, parroquial, / de los partos atendidos por las vecinas, / hasta llegar al nuestro, azaroso, prematuro”.
Lluvia. Las últimas tormentas han interpuesto una tregua sobre la canícula, una calorina sin piedad que encadena días de sopor húmedo en que no corre una gota de aire; a veces cuesta respirar. El término catalán xafogor resulta mucho más definidor, más exacto, pues procede etimológicamente del latín offocare (ahogar, estrangular). El bochorno atmosférico se infiltra también en el clima político. Lejos de ser el páramo informativo que constituían, los veranos arden. Según uno de los penúltimos torpedos que trae la prensa, los Mossos calculan en 22,8 millones de euros la cantidad que se repartieron los socios del despacho del exministro Cristóbal Montoro.
Reparto a domicilio. Los riders de Glovo estrenan mochilas. Los macutos de acarrear lucen ahora limpísimos, de un amarillo canario refulgente, sin rastro de trasiego. Parece que el cambio coincide con una reforma de la organización laboral, después de que la empresa haya puesto fin al modelo de falsos autónomos. También ha ganado en los tribunales el pulso contra Just Eat, que había interpuesto una demanda por competencia desleal. En cualquier caso, soy boomer. Antes bajo al bar de la esquina a por un pincho de tortilla que telefonear a un ciclista para que traiga la cena a casa. No me nace, ni se me ocurre.