El miércoles se cumplieron dos años de las elecciones generales del 23 de julio del 2023. Estaban previstas para diciembre, pero Pedro Sánchez, presidente del Gobierno desde el 2018, decidió adelantarlas e intentar un tercer mandato al frente del país. Fue una decisión calculada, pero no exenta de nobleza y valentía políticas, porque su partido acababa de sufrir un correctivo en las autonómicas, que diezmaron su poder territorial. Creyó entonces que debía someterse a la reválida de las urnas, pese a que la coyuntura no era prometedora.
La ola conservadora siguió su curso, y el 23-J el PP ganó los comicios, con 137 diputados. Su líder, Alberto Núñez Feijóo, intentó formar gobierno, pero no logró las alianzas suficientes. El Rey encargó entonces a Sánchez que lo intentara, y este agregó a sus 121 diputados y al apoyo de Sumar una constelación de partidos de izquierdas y nacionalistas, reuniendo 179 votos que le permitieron seguir en la Moncloa.
Los dos primeros años de esta XV legislatura pasarán a la historia como uno de los periodos más agrios que se recuerdan en el Congreso. El PP, al que lógicamente no le sentó bien seguir en la oposición tras ganar las elecciones por número de votos y perder el gobierno por su menor cintura a la hora de granjearse alianzas, apostó por una insomne estrategia agresiva. Los ataques al Ejecutivo han sido inclementes y progresivos, siempre con Sánchez y su entorno familiar inmediato en la diana.
El Gobierno, que en anteriores legislaturas pudo ufanarse de su capacidad legislativa, presenta un magro balance en esta. Sus logros importantes pueden reducirse a dos: el muy demorado acuerdo para la renovación del Consejo General del Poder Judicial, tras cinco injustificables años en funciones con el mandato caducado, y el compromiso con Junts para la aprobación de la ley de Amnistía, que soliviantó al mundo conservador, pero ha hecho posible la pacificación de la política en Catalunya. Sin olvidar, claro está, una coyuntura económica positiva, con España por encima de la media europea.
Los dos primeros años de la XV legislatura pasarán a la historia como uno de los periodos más agrios
Dicho esto, las derrotas parlamentarias del Gobierno, ya fuera por la desmedida pugnacidad del PP o por los intermitentes apoyos de otras formaciones, menores pero determinantes, han sido numerosas, y han evidenciado su debilidad. Así lo ilustran dos episodios recientes. El desdén con el que los de Feijóo recibieron el plan anticorrupción de Sánchez –ya sacudido por el caso Cerdán, y pocas fechas antes de que el PP sufriera el caso Montoro– y el rechazo, la semana pasada, del decreto ley relativo al sector eléctrico, cuyo propósito era evitar otro apagón como el de abril. Dos normas urgentes, pero arrolladas por la prioridad popular de golpear a diario al Gobierno, que entretanto sigue siendo incapaz de aprobar los presupuestos, como ya lo fue en ejercicios anteriores.
Con estos precedentes, da vértigo asomarse a la segunda mitad de la legislatura e imaginar cuánto más se va a maltratar el decoro que debe presidir la vida parlamentaria. Por no hablar de la cortesía, ya casi desterrada del hemiciclo.
Las cosas no pueden seguir así. Si la corrupción no estrecha más el cerco al Gobierno, y si el PP no logra armar una moción de censura, cabe la posibilidad de que las elecciones no se adelanten. Sería por lo tanto conveniente que los partidos corrijan su actitud. Es perentorio atajar su ya muy extendido descrédito, que daña a todo el sistema.
El PSOE, como partido al frente del Ejecutivo, carga con la mayor responsabilidad y debe acometer cuantos cambios sean necesarios para regenerar la vida nacional y el clima político. Hasta ahora sus acciones no han sido suficientes. Nada tenemos en contra de que se agoten los plazos legalmente establecidos. Pero no en unas condiciones paralizantes, marcadas por el bloqueo y la degradación. Los ataques de la oposición, que no duda en atribuir delitos a Sánchez y al PSOE, a menudo sin pruebas concluyentes, no justifican el recurso al “y tú más”.
Los partidos tienen fines varios, pero también una responsabilidad conjunta que no pueden defraudar
A su vez, el PP no puede obnubilarse en un acoso y derribo hasta hoy inefectivo, que antepone ya sin ambages los intereses particulares a los colectivos. Esta estrategia erosiona el crédito de las instituciones y de la democracia. Y los partidos aliados de la investidura, y en particular los independentistas catalanes, deben ser conscientes de lo que pueden ganar y perder. La flexibilidad suele ser más productiva que la rigidez.
Estos tres bloques políticos tienen, como es bien sabido, objetivos distintos. Pero comparten una responsabilidad colectiva que no pueden permitirse defraudar.