Sean Diddy Combs ha cambiado este año la escena musical por la judicial. En mayo y junio el rapero fue juzgado en Nueva York por cinco delitos asociados a su condición de depredador sexual, que podrían haberle reportado cadena perpetua. El 2 de julio fue considerado culpable de dos de esos delitos, pero exonerado del de liderar una organización criminal para abusar de mujeres y también de otros dos relacionados con el tráfico sexual.
La sentencia condenatoria llegará en octubre. Se conjetura que al célebre rapero –ahora célebre delincuente– pueden caerle hasta veinte años de cárcel. Luego tendrá que afrontar decenas de denuncias más, en su mayoría de personas que le acusan de haberlas drogado y violado. Su fortuna, que él cifró en mil millones de dólares, va pasando a manos de sus abogados, suma ya menos de 400 millones y sigue menguando.
El juicio a Sean ‘Diddy’ Combs evidencia la dimensión y el impacto de la misoginia en el rap
Desde que empezó a popularizarse, hace más de cuarenta años, y a ganar predicamento entre los jóvenes afroamericanos de las grandes ciudades, la cultura hip-hop y en particular el rap han sido criticados por divulgar letras que glorifican el consumo de drogas, el sexo, la violencia o el abuso de mujeres, escritas por autores machistas, escasamente empáticos y, encima, ufanos de sus hazañas. Combs, pongamos por caso, bautizó su compañía discográfica como Bad Boy Records; o sea, Discos del chico malo.
El caso Combs podría suponer un punto de inflexión en la historia del rap, tan rica en mensajes agresivos. Pero no una sorpresa. La violencia es una constante en el mundo rapero, donde causa estragos desde hace decenios. Es cierto que la música popular global acarrea su cuota de asesinatos: a Víctor Jara le mataron los golpistas chilenos; a Marvin Gaye, su propio padre (desquiciado por su vida licenciosa); a John Lennon, un psicópata; a Iounès Matoub, un radical islamista, etc.

Pero la lista de raperos muertos a tiros –acaso por rivalidades gremiales– suma unas 60 víctimas conocidas, empieza en los 80 del siglo pasado, sigue creciendo e incluye a estrellas como Tupac Shakur o The Notorius B.I.G.. Ser rapero es una profesión de riesgo, como lo fue, digamos, la de liquidador de la central nuclear de Chernobil siniestrada en 1986.
Pero el rap es también un negocio saneado, y los raperos, celebridades. Por eso abundan. En el 2024 generó beneficios por 30.000 millones de dólares. Es fácil de imaginar la influencia que la difusión de sus canciones ha tenido sobre el comportamiento de sus fans más primarios. Lo cual nos lleva a una consideración sobre la extraña relación que puede establecerse hoy entre el éxito y la fama de algunos cantantes y la escasa ejemplaridad de sus mensajes y conductas. El cantante admirado, supuesto modelo de virtudes canoras, puede ser hoy un corruptor en serie, un sórdido pervertido. De palabra y de obra.
Es comprensible, en un país donde los afroamericanos fueron esclavos, que sus cachorros se pongan ante un micrófono y empiecen a soltar soflamas marcadas por la indignación y la frustración, por una reacción agresiva y orgullosa de serlo. Soflamas cantadas en las que no faltan la invitación a matar policías (los mismos policías, digámoslo todo, que matan en EE.UU. a unas mil personas al año, a razón de tres negros por cada blanco...)
Pero es menos comprensible que los ídolos del rap traten recurrentemente a las mujeres, empezando por sus hermanas negras, como un objeto sexual que se usa, se tira y se reemplaza por el siguiente. Y que nos lo repitan hasta la náusea en sus canciones.
Defendemos la libertad de expresión. Pero también un futuro mejor, que no está asegurado. Si un día los raperos flaquean, los reyes del reguetón estarán ya muy fogueados y listos para relevarles en la carrera de la música misógina.
Entretanto, gracias a la fama y el éxito que alcanzan pese a la nula ejemplaridad de su conducta, raperos como Kanye West se han postulado ya como futuros presidentes norteamericanos. Parece imposible, pero aun resultará que Trump –otro machista– no es el peor inquilino posible de la Casa Blanca.