Este año 2025 celebramos los cincuenta de una efeméride que ocurrió, lógicamente, en 1975. Y no, no fue la muerte del dictador Francisco Franco. Fue otro episodio que ha sido definido como uno de los pilares indiscutibles en los que se ha basado el urbanismo español de este medio siglo. El 5 de mayo, el BOE publicó la ley 19/1975 de reforma de la ley del Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, más conocida como ley del Suelo. Este armazón legal ha regido la vida del país durante decenios, incluso pese a las reformas posteriores. El recordatorio es oportuno para reflexionar sobre qué está pasando en nuestras ciudades y si la legislación urbanística de la democracia ha conducido a lo que los ilustrados del siglo XVIII aspiraban como el mayor bien social: la felicidad del ser humano. Me temo que no haya sido así. El y la habitante de la ciudad están hoy sometidos a lo que llamo la gran expropiación mediante la cual sus vidas, libertades y bienestar están amenazados.
Las ciudades españolas son, hoy, un campo de batalla donde curiosamente no se oye el estruendo de las armas, pero ello no significa que no se esté librando un asalto sin precedentes al corazón de la identidad urbana. Sus efectos, en cambio, sí empiezan a ser notables y a alarmar a una parte cada vez más importante de la población: la crisis de la vivienda, la gentrificación de los centros históricos y de cada vez más barrios y la intensa turistificación de la mayor parte de las urbes de España son las manifestaciones más evidentes, aunque no únicas, de la gran expropiación, del embargo sistemático no solo de la propiedad, sino del uso y disfrute de calles y plazas, paseos y jardines, memoria e identidad.
Con todo, el fenómeno de esta gran expropiación no es nuevo. Ya hubo un gran desposeimiento inicial que comenzó en los años noventa y que se extendió hasta bien entrado el siglo XXI. En ese momento fue la incautación del espacio, suelo y territorio de la periferia urbana. Como han señalado especialistas como Fernández-Maroto, Rodríguez-Suárez y De Santiago en un reciente artículo en la revista Ciudad y Territorio-Estudios Territoriales , en la treintena de años que median entre 1990 y 2018, se ocupó en España tanto suelo como en toda su historia urbana desde los venerables fundadores romanos, pasándose de 668.000 hectáreas de suelo artificializado en la primera fecha a casi 1,3 millones de hectáreas en la última.
¿A quién le fue sustraído todo este suelo? Bien podemos decir que a todos nosotros, pues de alguna manera, pese al título de propiedad individual, el suelo patrio, por así llamarlo, es un indicador de la existencia de cualquier comunidad política. Esta primera confiscación se produjo en beneficio de unos pocos, puesto que la ocupación de este suelo fue muy superior al crecimiento demográfico del país… Altozanos y ejidos, valles y cerros fueron poblándose de unifamiliares con una radical transformación del paisaje: parcelas, viales, garajes y piscinas, privadas claro.
Canosa, García-Carballo y Bermúdez, en la revista citada, certifican que hoy, en el área metropolitana de Madrid, la vivienda unifamiliar representa sólo el 11% de todo el parque de viviendas, pero ocupa el 76% del suelo residencial total: un acaparamiento injusto de la amplitud, una usurpación del paisaje, un hurto del cielo y un expolio de la luz.
Hoy los centros urbanos están a las puertas de su ‘liquidación’: nos expropian la ciudad calle a calle
Tras aquella primera oleada confiscatoria que tuvo como protagonistas nuestras periferias urbanas, ahora las ciudades se enfrentan a una nueva gran expropiación. Inversores de todo tipo vuelven sus ojos hacia el espacio interior de la ciudad, viendo en él una nueva oportunidad para multiplicar sus beneficios. El asunto es de tal calado que académicos como Álvarez-Mora y Castrillo-Romón han hablado de la “liquidación del espacio urbano tradicional”.
Como en las viejas películas de gánsteres, en los que la frase “te voy a liquidar” representaba una amenaza que no debía tomarse a broma, hoy los centros urbanos (en realidad, todo espacio urbano con más de cincuenta años de historia) están a las puertas de su liquidación. La ciudad interior está siéndonos expropiada calle a calle, plaza a plaza, edificio a edificio, piso a piso, tienda a tienda, acera a acera, con la metódica constancia de quienes se saben triunfadores de la historia. Y para ello hace falta quebrar el espinazo de la complejidad y de la heterogeneidad, acabar con la diversidad funcional, residencial y social de nuestros barrios. Solo así, mediante la sistemática erosión de las características intrínsecas al concepto de ciudad, la gran expropiación podrá triunfar.
Los autores citados han escrito la frase más desoladora que he leído en los últimos años sobre nuestras urbes: “Los actuales centros históricos en España se han conformado a partir de la liquidación de las características esenciales del espacio tradicional de las ciudades españolas”. En la dramática evidencia de que el centro histórico, para sobrevivir, debe liquidar el espacio urbano tradicional, como un alien devora a su cuerpo benefactor, radica el gran drama de nuestro tiempo.
Somos desorientados vagabundos en nuestra propia ciudad, de la que desaparecen jirones de su (y de nuestra) historia. Tal vez habría que levantar, metafóricamente hablando claro, los adoquines de las calles, no para ver si hay una playa debajo, sino para formar con ellos una barricada que detenga este asalto final a nuestro entorno de vida.
