Si hay una institución cultural que resume la impericia ética y el doble rasero con el que se mide en Occidente a artistas rusos e israelíes, esta es la Filarmónica de Munich. Y es que, todo hay que decirlo, la orquesta bávara lleva una racha tremenda con sus últimos fichajes: cuando Vladímir Putin invadió Ucrania, en febrero del 2022, la formación lucía como director titular a Valery Gergiev, y cuando en el 2023 anunció que le sustituiría a partir del 2026 el israelí Lahav Shani, faltaban pocos meses para que Hamas perpetrara el atentado que desencadenó la reacción sin límites del Gobierno de Beniamin Netanyahu. Eso sí, nada que ver su actitud para con uno y para con el otro. Será que se arrastra el estigma del nazismo.

Lahav Shani
A Gergiev, que a su vez era director del Teatro Mariinski y figura cercana al presidente ruso, el alcalde de Munich lo despidió de manera fulminante (mientras seguían adelante negocios con el gas ruso) por no condenar explícitamente la invasión de Ucrania. En cambio, a Shani, que es titular de la Filarmónica de Israel, el Consistorio bávaro lo ha defendido recientemente con firmeza frente al Festival de Flandes en Gante, que le pedía tres cuartos de lo mismo, esto es, que condenara claramente al “régimen genocida” del Gobierno de su país. Cosa que Shani tampoco hizo.
A Lahav Shani, titular de la Filarmónica de Israel, el Consistorio bávaro lo ha defendido con firmeza
Ahí los muniqueses han considerado inconcebible que se cancele el concierto y han rechazado que se ponga bajo sospecha a los artistas israelíes y se les someta al castigo colectivo. Cosa que les honra. “Excluir a individuos de los escenarios por razón de origen étnico o religión constituye un ataque en los valores fundamentales de la sociedad europea”, alegan. Pero ahí cabría añadir la discriminación por origen nacional, tal como esgrime la soprano Anna Netrebko en su demanda contra el Met de Nueva York, que, al igual que otras instituciones europeas, la canceló ampliamente y la utilizó como sparring de la cultura rusa.
A la vista está que la sensibilidad va por barrios en la Europa de los pueblos. Y que cada vez que se cancela a artistas que se niegan a rendir cuentas por la inmoralidad de sus mandatarios se está más cerca de caer en lo grotesco. La cultura, claro está, es bellamente boicoteable. En España, este verano se pasó en cuestión de semanas de llamar al boicot contra el Sónar por haber tenido la desgracia de caer en manos de un fondo israelí que financia la ocupación de Gaza, a asistir a la noticia de que la industria española de defensa estaba en vilo ante la decisión de Pedro Sánchez de prohibir la compra y venta de armamento, munición y equipamiento militar a Israel.
Ya ven: los festivales de la cultura pagan el pato de los festivales de la destrucción.