Lo siento, pero yo estuve una vez con Robert Redford. Fue en el aeropuerto de Los Ángeles, a primera hora de la mañana en una sala de embarque vacía y allí estaba él, solo, sentado en una de esas sillas incómodas mientras esperaba un vuelo a Las Vegas. Era el mes de octubre de 1989 y, curiosamente, yo me dirigía a Kansas City para asistir al rodaje del anuncio del cava Freixenet, que aquel año protagonizó Paul Newman. Más casualidades, imposible. Me sentía Katharine Ross, en Dos hombres y un destino.

Redford, en el festival de Cannes en el 2013
Con esa excusa, que me otorgaba un grado de proximidad con el actor y varios de atrevimiento, en plan: “Buenas, tengo una cita con su amigo Paul”, me presenté como periodista de Barcelona y, por si no ubicaba el lugar, añadí: “The next olympic city” . El actor me miraba sin decir ni una palabra, hasta que soltó: “Conozco Barcelona, estuve allí hace mucho tiempo”.
Y yo, que tenía una amiga que durante años, sin que nadie la creyera, estuvo diciendo que, a finales de los cincuenta del siglo pasado, coincidió con Redford en la antigua Escola Massana, se lo solté al actor en el aeropuerto. Y, mira tú por dónde, era verdad y me dice: “Y usted cómo sabe eso, es muy joven”. Y, en ese momento, además de caer rendidamente enamorada, fui incapaz de pedirle un autógrafo, y menos de obtener una prueba gráfica que, por aquel entonces, solo posibilitaba una cámara de fotos.
Mi historia con Robert Redford debió de durar minuto y medio, pero ya se sabe que es muy corto el amor y muy largo el olvido.
No son conscientes algunos hombres de lo mucho que le deben a Robert Redford
No le pude decir, y menos mal porque qué culpa tenía él, lo mucho que lloré con los finales de Tal como éramos y Memorias de África, sintiéndome como esa novia a la que el protagonista que encarnaba Robert mucho quería pero que siempre abandonaba; ni llegué a contarle que en todas las redacciones (e incluso relaciones) siempre buscaba, y a veces hasta he encontrado, a alguien parecido a su Bob Woodward de Todos los hombres del presidente.
Por aquel entonces yo andaba prendada de un caballero que tenía, o al menos yo así lo quería ver, un notable parecido con Robert Redford; ojos azules, cabello claro, alto, apuesto, e igualmente inalcanzable. Para completar la película corrí la misma suerte que Katie Morosky (Barbra Streisand) con Hubbell Gardiner y que Karen Blixen (Meryl Streep) con Denys Finch Hatton y me quedé sin mi Robert particular. No son conscientes algunos hombres de lo mucho que le deben a Robert Redford. Gracias a él llegamos a aceptar que casi es mejor un amor imposible que uno realizable y que, muchas veces, como diría Pablo Milanés, “vale más poco con ganas que mucho sin ser querido”.