Las imágenes son tan duras que no pueden describirse sin caer en lo escabroso. Están ahí, casi en directo. En las noticias, antes de la enésima bronca política; en el timeline de las redes, entre el anuncio de un nuevo programa y un titular sobre el cachopo relleno de fabada. Son imágenes necesarias; sin ellas no habría movilizaciones, protestas, concentraciones con banderas palestinas, velas encendidas, en las que se leen poemas escritos por niños gazatíes y se les nombra en voz alta. Tampoco habría una reacción (tibia, tarde) de quienes tienen que actuar de una vez. Son imágenes desgarradoras, aterradoras, desesperanzadoras. Tan insoportables que acabamos por tolerarlas, como si no estuviéramos viendo lo que nos enseñan.

El homenaje a los fallecidos en Gaza “Operación zapatos. Vidas, no solo números” en Estrasburgo
Diez años después de que el pequeño Aylan se ahogara frente a la orilla de una playa turca cuando intentaba llegar a Europa, poco queda de aquella conciencia que, por un momento, pareció despertar. Ahora vemos niños asesinados a diario, mutilados, ensangrentados, famélicos, sus hermanos lloran, a los adultos no les quedan fuerzas para gritar. La devastación es total. Estamos ante el horror, y si no tenemos un trauma de por vida es porque la pantalla aleja a la vez que aproxima, desensibiliza, satura. Nos hemos acostumbrado.
¿Cómo se para esto? Y si no para, ¿normalizaremos lo que hace diez años nos sobrecogía?
La ficción nos lleva a ese espacio desde la recreación; la literatura lo reflexiona; el nombre se le pone para que pueda ser juzgado; la memoria histórica y las instituciones creadas con tal fin deberían servir para que la infamia no se repita. Pero el genocidio en Gaza muestra la realidad sin paliativos: que el ser humano es capaz de las atrocidades más abominables, y de una banalización abyecta, y de una pasividad pasmosa, y de una frivolidad escalofriante. Ni las cifras ni el debate terminológico cambian lo que hay en esas imágenes. Duele tanto que noquea, solo eso explicaría que asistamos a una barbarie de tal magnitud sin enloquecer de puro terror.
¿Cómo convivimos con ello? ¿Cómo podemos no responsabilizarnos? Si no se puede hacer nada, ¿qué sentido tiene todo? ¿Cómo gestionar la desesperación? ¿Cómo vamos a confiar en que no nos pase lo mismo ante la desidia internacional? ¿Cómo se para esto? Y si no para, ¿normalizaremos lo que hace diez años nos sobrecogía? ¿Naturalizaremos ver niños muertos cada día?