De un tiempo a esta parte, especialmente desde la recesión del 2007, nuestras democracias asisten a un deterioro severo de la reputación de sus políticos y, de rebote, de las instituciones en que desarrollan sus actividades. Desbordados por una agenda global imposible, a menudo nuestros representantes se comportan como pequeños gañanes oportunistas y poco “fiables”, más causantes de broncas y enredos que de mejoras sociales.
Convencido de que, como en su día demostró Carlo M. Cipolla, el porcentaje de estúpidos en política, como en un consejo de administración o en un encuentro familiar, se mantiene estable a lo largo de la historia, y que en consecuencia, los servidores públicos de hoy no son necesariamente ni más tontos ni más corruptos ni tienen menos formación que los de otros tiempos, me gustaría enfatizar la importancia de cuidar la reputación, especialmente la que se deriva de la templanza y la coherencia.

Templanza. En su intento de ayudarle a forjar un buen nombre, ya Plutarco le contó a Menémaco el caso de Temístocles, un tipo que cuando decidió dedicarse a la política dejó el alcohol y abandonó las juergas. O el de Alcibíades, magnífico político y general invicto, que arruinó su carrera de tantos cambios de opinión, altercados y peleas como protagonizó. También cuenta el filósofo que hubo un tal Demóstenes, todo un disoluto, que en una ocasión hizo una propuesta muy sensata, aunque por su mala reputación fue desestimada. Al parecer, la idea era tan positiva que el consejo pidió a un anciano venerable que se la hiciera suya y que la sometiera de nuevo al escrutinio de la gente. Entonces se aprobó.
Visto lo bullangueros que son algunos de nuestros líderes, el día menos pensado habrá que salir a buscar a algún ciudadano honorable que, dejando a los políticos entretenidos en sus reyertas partidistas, al menos asegure avances en cuestiones tan básicas como la lucha contra el cambio climático, el acceso a la vivienda o la condena sin matices de las atrocidades que se perpetran en Gaza. Le apoyaremos todos.
Necesitamos políticos templados y racionales, porque si nos invitan a razonar, razonamos
Coherencia. En una democracia madura, la esfera pública y la vida privada de un político deben estar separadas, pero no pueden ser contradictorias. Es legítimo que el servidor público exija respeto a su intimidad, pero es inadmisible que no practique lo que predica. Es una cuestión de credibilidad. Porque, ¿cómo confiar en un hombre declarado feminista de día y putero de noche? ¿Legislador antitabaco en las Cortes y fumador en el privado de un restaurante? ¿Promotor de causas nobles en Siria, pero fratricida en Soria?
Que conste que en España sigue habiendo políticos ejemplares y, más importante, que, si a los ciudadanos nos dejan tiempo para pensar, al final siempre preferiremos la bella a la bestia, la razón al sentimiento. ¿O acaso no prefieren ustedes a un ministro hablando en japonés antes que a otro tuiteando insultos contra sus adversarios, incluso con medio país ardiendo? Y no es porque dominar idiomas sea un valor en sí o, en el otro lado, porque la confrontación política no sea legítima, sino porque al hacerlo uno demuestra empatía y solvencia mientras que el otro tan solo acredita un parentesco inquietantemente cercano a los neandertales.
Primarios como somos, necesitamos políticos templados y racionales. Porque si nos insultan, insultamos, pero si nos invitan a razonar, razonamos. Lo cuenta Virginia Woolf intentando explicarse a sí misma el odio atávico de los hombres hacia las mujeres inteligentes. Al final, no es más que miedo a perder su propia posición privilegiada.
Cuando alguien argumenta de forma desapasionada, y solo piensa en cómo desplegar sus argumentos, el adversario no puede evitar hacer lo mismo, concediendo la razón a quien la tiene, como reconocemos que los guisantes del Maresme son verdes o los canarios amarillos. Al contrario, si con la razón se mezclan sentimientos y emociones, y peor todavía, si incorporamos juicios morales sobre la opinión de los otros, la escalada de violencia, primero verbal, luego física, se convierte en fatalidad.
Me niego a creer que nuestros políticos sean peores que sus predecesores. Otra cosa es que, cegados por los aduladores y atrapados en la espiral de odio y polarización a la que asistimos, vayan perdiendo su reputación y con ella nuestra confianza.