“Un espectro se cierne sobre la humanidad: el espectro de la inteligencia artificial (IA)”. Así tendría que comenzar un manifiesto humanista redactado por las clases creativas del planeta durante la celebración en Barcelona de Mondiacult, de este 29 de septiembre al 1 de octubre. Debería adoptar el estilo épico de un frente cultural parecido al que Peter Weiss invocó en su trilogía La estética de la resistencia. Una declaración de combate que aprovechara la convocatoria de la Unesco y la presencia de todos los titulares de los ministerios de Cultura del planeta para, como han hecho un centenar de intelectuales hace unos días, al dirigir a la Asamblea de las Naciones Unidas una petición, fijar “líneas rojas” para la IA. Sin ellas, la voluntad de poder que encierra la IA puede sustituir la capacidad humana de crear y arrebatarnos un elemento esencial de nuestra dignidad: el impulso de imaginar cómo trascender la realidad y soñar otra que nos ilusione y guíe bajo la esperanza de poderla plasmar en el futuro.
Este manifiesto tendría que poner pies en pared y fijar una posición común de la cultura que definiera sus líneas rojas. Que exigiera que la IA generativa fuese instrumental y nunca finalista. Orientada al bien común y sometida al propósito ético de garantizar la autenticidad de la cultura humana. El texto no debería recatarse al proyectar indignación. Habría de recoger el malestar de las clases creativas y del conjunto del ecosistema cultural frente a los riesgos que la IA plantea a los profesionales liberales, las industrias culturales, las artes en general, la academia, los medios periodísticos y de comunicación, así como las instituciones que ejercitan de una manera u otra la capacidad humana de crear en su sentido más amplio.
Esos riesgos son reales porque la IA, tal y como ahora está concebida, sirve a la hegemonía del capitalismo cognitivo. Es una IA que no suma sino resta creatividad. Reduce los ingresos de las clases creativas y las precariza aún más. Las aboca a una dependencia que seca las fuentes experienciales que han inspirado la capacidad de imaginar futuros, al tiempo que atrapa a la humanidad en estándares de creación basados en el registro de los archivos manejados en su entrenamiento. Esto es, en una creatividad registrada que no es futurible, sino regresiva y reaccionaria porque mira hacia atrás.
Por ello, el manifiesto debería ser una denuncia del capital algorítmico y la extractividad que hace la IA del poder simbólico de la cultura al ser entrenada. Una estrategia que arrebata a las clases creativas la remuneración de sus obras, así como esa plusvalía intangible que crea desde lo imprevisible e inimaginable, con el fin de sustituirlas, primero y, después, cancelarlas. Conscientes de ser víctimas silenciosas de la IA, su protesta escrita dejaría constancia de que su situación no es consentida y que, por eso, miran con valentía acusatoria a los ojos del todopoderoso Ciberleviatán que materializa las corporaciones tecnológicas a velocidad exponencial.
Un manifiesto así tendría que activar frente a ellas una lucha política en su sentido más amplio y rechazar una IA diseñada para el provecho de unos pocos y el perjuicio de muchos. De este modo, nacería de las entrañas de una condición humana asediada por una criatura artificial, concebida como poder y desde el poder. Sería un grito colectivo de rechazo a una IA sin equidad y una bandera de resistencia humanista que dijera que el ser humano ha sido, es y solo puede seguir siendo la medida de todas las cosas.
Un manifiesto debería exigir que la IA generativa fuese instrumental y nunca finalista; orientada al bien común
Sin embargo, nadie hará este manifiesto. El miedo tiene paralizados a quienes deberían promoverlo. Ven las orejas y las fauces de la cancelación. Intuyen lo que viene y les bloquea saber que serán los primeros en caer sin que los gobiernos hagan nada salvo ofrecerles buenas palabras y declaraciones institucionales. Como el reglamento de Inteligencia Artificial europeo cuando proclama que serán respetados los derechos de autor en el entrenamiento de los modelos de IA.
Tampoco ayudará que Barcelona sea la sede de Mondiacult, pues la ciudad decidió hace tiempo que era más importante la visibilidad monetizable de la innovación tecnológica que la cultura y la pulsión humanista que alimenta esta como vivero crítico del poder, empezando por el técnico. Pudo hibridar ambas, pero no entendió lo que significa el humanismo tecnológico a pesar de que dijo que lo haría suyo, como tantos otros que ponen una vela a Dios y otra al diablo de la IA.
En fin, que no habrá manifiesto de las clases creativas y la cultura guardará el silencio que anticipa su final. Se conformará con saber que hablan de ella de forma institucional, que los discursos oficiales la mencionan hasta la saciedad. Sin embargo, nadie dará ninguna batalla por invocar unos derechos culturales que atribuyan a la humanidad la capacidad crítica para empoderarse sobre la IA. Sería fácil, pero habría que tener la valentía que la política y las clases creativas que viven a su sombra no tienen. Tendría que reclamarse que la IA tuviera un sesgo cultural limitante y estructural. Que su arquitectura acogiera la cultura como un propósito de servicio al bien común que protegiera la autenticidad humana como un derecho colectivo que nos preserve identitariamente como especie, frente a la artificialidad de una realidad virtual que desplaza a la corporeidad sensible que ha hecho posible hasta ahora la creatividad.
Pero, claro, para eso el mundo de la cultura tendría que reclamar que se protegiera su “verdad”, en el sentido que Boris Groys habla del arte a partir del objetivo de explorar la ficción metafísica, representativa o simbólica de la identidad. Esa verdad que nos ayude con la IA no para saber quiénes somos realmente, sino qué podemos hacer los humanos con ella y para qué. Toda una revolución.
