El ascenso de la ultraderecha se acentúa por momentos. En muchos países, incluido el más poderoso, ya gobierna o influencia el gobierno. No es solo un cambio político sino cultural. Porque pone en cuestión, con amplio apoyo popular, los valores que llamamos progresistas y que son, en realidad, afirmación de libertad, igualdad y fraternidad.
Ha habido una regresión que pocos anticipaban. Se fundamenta, en parte, en la difusión incontrolada de mensajes e ideologías en redes digitales omnipresentes, que mistifican la realidad y manipulan a la gente. Pero el mensajero (las redes) no son causa del éxito del mensaje, aunque amplifican su efecto considerablemente. La eficiencia de cualquier mensaje depende de la receptividad y predisposición de quienes lo reciben. Negar la ciencia nos relega al oscurantismo y lleva hasta un rechazo de las vacunas que han salvado a la humanidad a través de la historia. ¿De dónde viene esa predisposición? Si no se entiende, difícilmente la podremos contrarrestar.
De entrada, recordemos, según la neurociencia reciente, que el comportamiento humano antes que racional es emocional. Nuestro cerebro rechaza incómodas verdades, tanto en la vida personal como en la práctica política. De ahí que oponer hechos a falsedades no las disipa. Y que el desarrollar políticas sociales en beneficio de las personas ayuda a gobernar mejor, pero no basta en absoluto.
La ideología es mas potente que la economía en determinar comportamientos. Vivimos una época de cambio acelerado en lo tecnológico (que transforma nuestro cotidiano y lo hace incontrolable), con un extraordinario incremento de la desigualdad, y con una erosión de la legitimidad de las instituciones, sacudidas por la corrupción y la sospecha permanente de corrupción, sea o no justificada. Y con la experiencia de una crisis financiera que se gestionó mediante el salvamento de las empresas financieras con el dinero de los contribuyentes y la imposición de austeridad.
Hay que dialogar, tender puentes, ser autocríticos, sin renunciar a valores que son conquista histórica
Vivimos en un mundo que vuelve a la senda de la guerra ante la impotencia de las instituciones internacionales, secuestradas por los grandes poderes que las utilizan para lo que les conviene. Y en un mundo en que la desigualdad global y la crisis demográfica de los países envejecidos generan intensos movimientos migratorios que exacerban el sentimiento de pérdida de control por parte de las poblaciones nativas. Lo cual es aprovechado por demagogos atizando la xenofobia para medrar en su interés. La reacción defensiva es el nacionalismo extremo y la influencia de la patraña de la invasión.
Pero hay algo más grave. Quienes más se movilizan contra las ideas de convivencia y libertad son los hombres en general y, sobre todo, los hombres jóvenes. De ahí que el rechazo a los avances del feminismo y el sentimiento masculino de sentirse discriminados (mayoritario entre los hombres jóvenes según las encuestas en España y el resto de Europa) es un factor esencial, que fue determinante en la elección de Trump. Y el sexismo se extiende a la homofobia y a la transfobia, con el apoyo de algunos sectores religiosos que ignoran las enseñanzas de Francisco.
Además, los jóvenes sufren mayoritariamente las consecuencias de la crisis de la vivienda y su discriminación laboral, a pesar de una buena formación. Si el futuro son los jóvenes, mal lo tenemos. Si queremos revertir la tendencia no basta con denunciar y calificar de fascistas a quienes critican la hipocresía de los biempensantes. Hay que dialogar, establecer puentes, ser autocríticos, sin por ello renunciar a valores que son conquista histórica de la humanidad. Hay valores aun compartidos. La mayoría de los jóvenes condenan el genocidio en Gaza. Y se sienten concernidos por la crisis ecológica global. Pero debemos constatar que nuestras gastadas instituciones han perdido su legitimidad en la mente de nuestros jóvenes. Y proceder a su reconstrucción.
