La paz del desierto

LA COMEDIA HUMANA

Hay una frase de tiempos del imperio romano que no deja de resonar en mi cabeza. Es tan feroz la ironía que el rugido se me hace insoportable. La comparto, a ver si me tranquilizo. Es del historiador Tácito, del primer siglo después de Cristo. La frase es: “Crean un desierto y lo llaman paz”.

La idea de Tácito, valga la redundancia, es que Roma y sus legiones imponen la paz mediante el terror y la devastación. La razón por la que retumba en mi cabeza –valga de nuevo la redundancia– es la noticia de que se ha logrado la paz entre israelíes y palestinos.

Sí, ¿cómo no? “La paz” después de que Israel dedicara un par de años a destruir el 70% de los edificios en Gaza y el 90% de las viviendas, causando la muerte de unas 65.000 personas, 20.000 de ellas niños, según las cifras de la ONU, la oenegé Save the Children y las autoridades palestinas. Si se suman las muertes debidas­ al hambre y a la ausencia­ de asistencia médica, dada la demolición de todos los hospitales de la franja, muchos calculan que estos números se pueden quedar cortos.

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Oriol Malet

Como saben, Donald Trump dice que es un escándalo que su labor no haya recibido la recompensa del premio Nobel de la Paz. Nadie nunca había montado una campaña tan escandalosa a favor de que se lo concedieran. Como un niño que no deja de chillar por un helado, Trump insistió una y otra vez en que él era el único candidato merecedor del honor. Dijo que sería “un gran insulto” que no se lo dieran.

¿Por qué el comité del Nobel lo desoyó y lo insultó? Permítanme un intento de descifrar los procesos mentales­ de los cinco noruegos que lo componen.

Trump no gana el Nobel por ser cómplice de Israel, por suspender la ayuda a Ucrania y a países pobres...

Primero, la percepción de que Trump no fue solo el artífice de esta llamada paz, sino también cómplice incondicional de Israel –político y militar– en la misión de convertir Gaza en un desierto. Segundo, estamos hablando de una paz precaria, de un plan en el que casi todo queda por hacer. Se tiene que desarmar a Hamas, el movimiento terrorista cuya masacre de 1.200 personas el 7 de octubre del 2023 desató la venganza bíblica de Israel (Hamas sabía cómo reaccionaría Israel a sus atrocidades, aunque quizá no midió bien cuál sería su alcance). Se tiene también que reclutar una fuerza de seguridad internacional para mantener el orden; se tiene que reconstruir Gaza desde cero, y se tiene que crear allá un gobierno de transición.

Tercero, no se ha logrado nada más que regresar al statu quo anterior a la matanza de Hamas. Sigue el apartheid de facto de siempre (con perdón a la antigua Sudáfrica, donde la violencia con la que se impuso la discriminación racial fue mínima comparada con la de Israel). El hecho es que mientras los israelíes sean los amos, los palestinos serán siempre seres de segunda o quinta categoría. Y para que se logre la única paz duradera imaginable, con la creación de dos estados contiguos, será necesario un cambio de mentalidad sís­mico por parte de los fanáticos tanto de Hamas como de la coalición que sostiene al primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu.

El último de deseo de Jane Goodall fue mandar a Trump, Putin, Netanyahu... a Marte en un cohete

Pero hay otros motivos, más allá del eterno conflicto en Oriente Próximo, por los cuales el Comité Noruego habría considerado que darle el premio Nobel de la Paz a Trump sería, digamos, prematuro. Hagamos una breve lista. La suspensión de ayuda militar a Ucrania y la perversa equivalencia moral que Trump elige ver entre el líder del país invasor, Vladímir Putin, y el líder del país invadido, Volodímir Zelenski; la calcinación con misiles inexplicada, arbitraria e ilegal en el Caribe de barcas supuestamente venezolanas, supuestamente cargadas de narcotraficantes; la guerra falsa que Trump está montando contra sus enemigos internos, escenificada de manera más visible en el envío de tropas para reprimir insurrecciones inventadas en ciudades estadounidenses que no votan por él o por su Partido Republicano; el corte del suministro de ayuda humanitaria a países pobres cuyo resultado, según la Universidad de Harvard, ha sido ya, en apenas seis meses, la muerte de cientos de miles de personas, más de las que ha matado Netanyahu, y quizá Putin; la suspensión en los laboratorios de Estados Unidos del desarrollo de varias vacunas (como las que frenan la covid) y de investigaciones médicas varias, cuya consecuencia podría ser, a la larga, la pérdida de millones de vidas.

Y, menos cuantificable pero quizá más peligroso para la paz y la buena voluntad en la Tierra, vemos el posicionamiento de Trump en la gran batalla que se está librando a escala mundial entre el autoritarismo y la democracia liberal. Trump siente afinidad por los líderes de Rusia, China o Israel, los respeta, a la vez que desdeña a los de Europa occidental, Japón, Corea del Sur o Canadá. Utiliza cada día más los métodos de persuasión política que favorecen los Putin y los Xi Jinping. Su Administración, también poblada de fanáticos, está en pleno proceso de suplantar la ley con el poder, a lo Mussolini. Pasan del Congreso o de los jueces, y abusan de los poderes del FBI en la persecución de sus enemigos políticos. Mantienen asaltos permanentes contra la libertad de prensa.

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En resumen, haberle dado el premio Nobel de la paz a Trump hubiera destruido el valor de este venerable galardón y acabado de manera irreparable con la reputación del comité que lo elige. La ganadora este año fue la venezolana María Corina Machado. Se lo debe de merecer por su valiente oposición al régimen facha vestido de rojo (nada nuevo bajo el sol) que lidera Nicolás Maduro. Pero yo se lo hubiera dado en título póstumo a Jane Goodall, la científica fallecida este mes cuyo trabajo con los chimpancés sirvió para demostrar, entre otras cosas, lo lejos que estamos los seres humanos de merecer más respeto que el resto del reino animal.

Goodall grabó un mensaje poco antes de morir. Lejos de estar a favor de darle el Nobel a Trump, propuso un plan con el que muchos estaríamos de acuerdo. El último deseo de esta gran y sabia mujer fue que se metiese a Trump en una nave espacial y que se le mandase a aquel planeta desierto que llamamos Marte, en recuerdo del dios romano de la guerra. Y Goodall agregó: “Mandaría también a Putin, al presidente Xi Jinping y a Netanyahu… Los subiría a todos al cohete, y hasta siempre”.

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