Este vivo está muy muerto

El anciano cuerpo de Antonio Famoso se apagó en 2010. Pero su yo administrativo, reducido a una cuenta corriente, ha seguido vivito y coleando entre nosotros hasta esta misma semana. El estado le abonaba la pensión, las compañías de servicios giraban sin problemas los recibos de suministros y el administrador de su finca recibía puntualmente el importe de cuotas y derramas. Tantos siglos razonando la humanidad entera sobre la eternidad, para acabar descubriendo que hay un modo de lo más prosaico para alcanzarla: seguir pagando las facturas una vez muerto.

Dejando a un lado las cuestiones administrativas del primer párrafo, vale la pena ponerse serios. Poca broma: la friolera de tres lustros se ha pasado el cadáver de Antonio velado por las palomas en el comedor de su casa en Valencia sin que nadie llamara a la puerta. Su aflorar de nuevo al mundo de los vivos, gracias a unas goteras que obligaron a irrumpir en su domicilio, nos aboca a las preguntas de siempre en casos como éste. ¿Cómo puede ser? ¿qué sociedad es ésta en la que la carne de un hombre se pudre literalmente en el 3º-2ª sin que una sola persona atienda a su desaparición?

Antonio se apagó hace quince años, pero llevaba espiritualmente muerto por voluntad propia mucho más

Aunque no sepamos quien fue, Antonio Famoso nos mortifica. Cada fallecimiento, en mayor grado cuanto más cercano, nos recuerda y anticipa el nuestro. Y en el de este anciano, desconocido para nosotros pero convertido en alguien cercano a través de los medios de comunicación que han explicado su historia, lo que advertimos nos sobresalta e incómoda. Aunque a decir verdad, solo en un primer momento para después recuperar, puede que con premisas falsas, de inmediato el sosiego.

Su carne momificada en el palomar en el que se había convertido su casa nos sitúa ante el fracaso de las vidas que empiezan y acaban en uno mismo. El cuadro que observamos es desgarrador: la soledad que convierte el propio cuerpo en comida para los pájaros en medio de una gran ciudad que sólo quince años después, y por culpa de unas filtraciones de agua, cae en la cuenta de que existió un hombre llamado Antonio Famoso del que hace tiempo nada se sabía.

VÀLENCIA, 12/10/2025.- Vista exterior del edificio de la calle Luis Fenoyet de la ciudad de Valencia donde ayer, sábado, fueron hallados los restos de una persona que llevaba

 

Kai Försterling / EFE

El desasosiego proviene de creernos el centro del universo. Todo va sobre uno mismo. Así que la pregunta que subyace en la incomodidad es esta: ¿Podría ser yo? Recurrimos entonces al brochazo gordo para pintar una biografía de Antonio que nos tranquilice. Hizo las cosas mal, se lo buscó. Fue él, con sus actos y su carácter, quien decidió, cuando todavía vivía, convertirse en un espectro. Renunciando al contacto con sus hijos y no tejiendo ninguna relación con el vecindario anticipó su muerte ante los otros. La historia, así explicada, nos dice que el cuerpo de Antonio se apagó hace quince años, pero que en realidad llevaba espiritualmente muerto por voluntad propia mucho tiempo más. Así que es casi normal que nadie advirtiera la diferencia cuando el deceso se produjo de verdad. ¡Qué alivio saber que algo así solo puede ocurrirles a individuos huraños como Antonio! El resto, todos nosotros, vamos a marcharnos, sino a lo grande, sí al menos con alguien que nos llore, unas palabras de reconocimiento a nuestro paso por el mundo e incluso un recordatorio en el que se imprimirán unos versos de un poeta conocido que le haya cantado a la vida o al valor imperecedero del recuerdo. Llegados a este punto, el caso ya ha dejado de incomodarnos. La desazón inicial muta al confort: Antonio no hay más que uno, unos cuantos al máximo. Estamos a salvo de que nos picoteen las palomas y de seguir pagando el gas, el agua y la luz una vez nos haya llegado la hora.

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Y sí, ciertamente, casos como el de Antonio son excepcionales. Pero sólo por los detalles formales: el cuerpo insepulto durante tres lustros, las palomas colonizando su piso gracias a la ventana abierta, el descubrimiento del cadáver por casualidad. Porque en aquello realmente sustancial –la muerte social en vida y el tránsito al otro mundo sin quitarle un minuto de sueño a nadie– el bueno de Antonio no es un caso tan extraordinario como podríamos concluir. Al contrario. Va tornándose cada vez más habitual.

La acentuación de la visión del tramo final de la vida como una carga injusta para terceros y, sobre todo, la idea sistémica de que uno sólo se pertenece a sí mismo, empujan en esa dirección. Antonio es una hipérbole. Pero por debajo de la exageración que su cadáver representa, anida una casuística social que lamentablemente no resulta ya nada excepcional. Basta con levantar la vista para advertirlo.

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