El rostro del investigado

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ivimos instalados en la sospecha. En la era del tuit, nadie quiere esperar a que un juez escuche, valore, decida... Queremos culpables al instante, preferiblemente conocidos, con buena foto y mejor novela. Si luego resulta que no lo eran, ya es tarde. Las portadas y los comentarios indignados ya han hecho su trabajo. Es más fácil vender certezas que dudas, y es más rentable indignarse que esperar.

Con Jonathan Andic hemos llenado el silencio con nuestra versión más oscura

El caso de Jonathan Andic es el último ejemplo. No lo conozco ni lo he visto nunca. Sé, como todos, que lo investigan por la muerte de su padre. Y sé también, porque lo he leído, que es padre de tres hijos. Pero todos hemos imaginado la escena más violenta y la más simple: el empujón en la montaña. Hemos llenado el silencio con nuestra versión más oscura.

Nadie se pregunta cómo se vive cuando te investigan por matar a tu padre. Qué pasa por la cabeza de alguien que, de repente, es tratado como un monstruo. ¿Cómo se mira a los hijos? ¿Cómo se sale a la calle? La empatía también tiene jerarquías: reservamos la comprensión para las víctimas y el morbo para los sospechosos.

El “investigado” no tiene defensores. Tiene abogados, que no es lo mismo. Los medios que no tienen periodistas especializados desechan los matices, y Twitter se encarga de dictar sentencia. No hay lugar para la duda. El daño ya está hecho cuando la palabra “imputado” aparece asociada a tu nombre en Google.

Pero es la justicia quien puede absolver. La sociedad, no. Una vez señalado, el estigma no se borra. Puedes ganar el juicio, pero habrás perdido algo más: la confianza de los demás y la inocencia pública, y eso no se repara con una sentencia.

Nos hemos acostumbrado a vivir en un linchamiento permanente. Pedimos transparencia, pero practicamos el escarnio. Queremos saberlo todo, pero solo nos interesa lo que confirma nuestras sospechas. No soportamos el matiz. No tenemos paciencia para la verdad.

Y sin embargo, la justicia, la de verdad, se construye precisamente sobre eso: el matiz, la prudencia, el interrogante razonable. En democracia no hay nada más valiente que recordar que la duda también es un derecho. Porque ser investigado no es ser culpable, pero, en tiempos de titulares instantáneos, a veces parece que lo olvidamos. Y cuando llega la absolución, ya nadie está mirando.

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