Si es usted peruano y desea llegar a lo más alto en la política de su país, no le arriendo la ganancia, como diría un castizo. Desde hace cuarenta años (por no remontarnos mucho más atrás), llegar a la presidencia de la República es la mejor garantía de un mal final. El presidente Alan García se descerrajó un tiro en la cabeza cuando la policía se disponía a detenerlo por una acusación de financiación ilegal. El presidente Alberto Fujimori, acosado por denuncias de corrupción y homicidio, huyó a Japón y le acabaron cayendo veinticinco años de cárcel. El presidente Alejandro Toledo fue condenado por corrupción y blanqueo de capitales, delito este último por el que también fueron condenados los presidentes Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Por su parte, el presidente Martín Vizcarra, acusado de haber aceptado sobornos, se encuentra en la actualidad en prisión preventiva, y el presidente Pedro Castillo, que hace tres años intentó darse un golpe de Estado a sí mismo, se enfrenta a una petición de treinta y cuatro años de cárcel. Está por ver qué le ocurrirá a su sucesora, la presidenta Dina Boluarte, apartada del cargo hace dos semanas, después de que el Congreso le atribuyera una “incapacidad moral permanente”…
Un manifestante en una protesta contra Dina Boluarte, a principios de octubre en Lima
Debe de ser Perú el único país del mundo con una cárcel solo para presidentes, el penal de Barbadillo, que se construyó para albergar a Fujimori y que ahora aloja a Toledo, Humala y Castillo, cada uno de ellos instalado en un apartamento independiente con baño, cocina, dormitorio, comedor, sala de visitas y pequeño jardín privado. El penal, por lo visto, solo tiene capacidad para tres exmandatarios, así que a ver dónde meten a los próximos que hagan algún desaguisado. A la vista de los antecedentes, tendrán que ir pensando en ampliar las instalaciones del presidio: cuantos más apartamentos presidenciales construyan, mejor, por si acaso.
En cualquier artículo en el que se mencione Perú se hace inevitable citar la mil veces repetida pregunta que se hace Zavalita, el protagonista de Conversación en la catedral. La cita suele caer a mitad del artículo, más o menos a la altura del tercer o cuarto párrafo, así que ahí va: ¿en qué momento se jodió el Perú? La novela de Mario Vargas Llosa es de 1969 y, si ya por entonces los peruanos, contagiados de un fatalismo atávico, creían que el destino de su país se había torcido para siempre, ¿qué pensarían al ver los niveles de degradación alcanzados por la más alta institución de la República? Amigos míos peruanos tan pesimistas como el propio Zavalita hablan de su país como de un Estado fallido.
Tendrán que pensar en ampliar Barbadillo, un penal solo con capacidad para tres exmandatarios
Creo que exageran, como también exageran algunos opinadores de la ultraderecha española cuando, a cuenta de los retrasos de Renfe o las listas de espera de la sanidad pública, se apresuran a calificar a España nada menos que de Estado fallido. ¡Ya les gustaría a los ciudadanos de Libia o de Haití o de Sudán vivir en un Estado fallido como España! Estados fallidos son aquellos que, incapaces de hacer cumplir la ley, acaban en manos del crimen organizado. Con todos sus desbarajustes y todas sus precariedades, Perú está lejos de eso, como prueba precisamente el hecho de que se persiga y se castigue la venalidad de sus presidentes.
La semana pasada, en los coloquios de la Bienal Vargas Llosa celebrados en diferentes localidades de Extremadura, se habló mucho de la dimensión política del escritor peruano y de su campaña de 1990 por la presidencia, de la que dejó testimonio en El pez en el agua. En esas elecciones, en las que arrastró el sambenito de ser el candidato de las élites, acabó derrotado por un entonces desconocido Fujimori, que se presentaba como el candidato del pueblo. Vargas Llosa era un hombre de una vocación política extraordinaria, una autoridad intelectual innegable y una honestidad a prueba de bomba.
Si, veintiún años después de la famosa frase de Zavalita, hubiera ganado las presidenciales, habríamos perdido por una larga temporada a un gran novelista y no es seguro que, a cambio, hubiera acertado a corregir el rumbo del país. Me gustaría pensar que en esa dimensión de la realidad que nunca llegó a concretarse, un penal como el de Barbadillo, de indiscutible dimensión simbólica, jamás habría resultado necesario. Pero, por supuesto, ¿quién sabe?
