En 1992 una columnista de The New York Times llamada Gail Collins escribió que Donald Trump, entonces un mero empresario, estaba exagerando el tamaño de su fortuna. Trump respondió enviándole una fotocopia de la columna en la que había escrito en lápiz sobre la foto de Collins: “¡Cara de perra!”.
Hoy que es nuestro dios todopoderoso, Trump responde a las afrentas de manera más contundente. Habrán visto, quizá, que el gobierno de la provincia canadiense de Ontario pagó por un anuncio en televisión con un audio de Ronald Reagan en el que el gran ídolo republicano del siglo pasado dijo que los aranceles “hacían daño” a los trabajadores estadounidenses. Trump reaccionó imponiendo un 10% extra de aranceles sobre los productos que el país vecino exporta a Estados Unidos.
Reagan habrá acertado o no. Los aranceles harán daño a la economía estadounidense o no. Pero la cuestión no entró dentro de sus cálculos. No hubo cálculos. Fue un arrebato más del líder del mundo no tan libre. Trump siempre me recuerda a la Reina de Corazones en Alicia en el país de las maravillas. Cada vez que alguien la ofende o contradice pega el mismo grito: “Off with their heads!”, “¡que les corten la cabeza!”.
La reina roja de Lewis Carroll es una parodia del poder en manos de un personaje infantil. Los libros de Alicia son una celebración surreal de la irracionalidad. Hoy ese es el mundo real en el que vivimos. Lo que me pregunto con cada vez más insistencia es hasta qué punto servimos los que ladramos mientras Trump y sus imitadores cabalgan a sus anchas por el mundo.
Pretendemos defender la democracia, pero la democracia ya no es lo que era. Aquel nostálgico concepto que deseamos preservar se basa en convencer a través de la persuasión. Pero la democracia hoy, o lo que seguimos llamando democracia, consiste no en convencer al rival sino en aniquilarlo. Poder por el poder; no para el bien común.
Tomo como ejemplo a Trump, pero él solo es la manifestación extrema, ad absurdum , de la tendencia política que vemos aquí en Europa, sin excluir a España. (Hola, Isabel Ayuso.) A lo que todo conduce es al totalitarismo ruso, bien definido en el título de un libro escrito por Peter Pomerantsev, un británico nacido en la Unión Soviética. El título, aplicable hoy a medio planeta, es: La nueva Rusia: Nada es verdad y todo es posible en la era de Putin.
¿Hay alguna esperanza para los que deseamos que se imponga la racionalidad en la política?
Me viene otro libro a la mente, aquel que se cita hasta el agotamiento (perdón) en estos tiempos, 1984 de George Orwell. Reflexionando sobre cómo los regímenes autoritarios manipulan la verdad para mantenerse en el poder, el narrador de 1984 dice: “El Partido te dijo que rechazaras la evidencia de tus ojos y de tus oídos. Era su mandato final, el más esencial”.
No sé qué valor tiene enfrentarme a todo esto. Pero, bueno, me educaron en otra época, con otros valores, y no tengo más remedio que hacer al menos el intento de entender lo que está pasando. Para poder hacerlo debo borrar lo que aprendí en la juventud, debo eliminar mis nociones anticuadas de lo que es la verdad, debo dar la vuelta a los procesos mentales con los que me enseñaron a pensar.
Para entender, por ejemplo, por qué Rusia invadió Ucrania, no sirve utilizar herramientas de análisis lógico. Si existiese la más mínima posibilidad de que la OTAN invadiese Rusia a través de la frontera ucraniana, OK. Iniciemos una guerra preventiva. Pero como no es así, debemos recurrir a algo más parecido a la locura. Al cóctel de paranoia, de resentimiento y de fantasías históricas que define la psicología de Vladímir Putin, el que decidió solo –solito, al estilo de la Reina de Corazones–iniciar una guerra en la que nadie va a salir ganando y ya ha provocado más de un millón de víctimas entre muertos y heridos, la mayoría de ellos siendo sus propios soldados.
Pasemos a Inglaterra, país al que el mundo vio una vez como paradigma del pragmatismo y del sentido común. Primero, sus ciudadanos votaron a favor de salir de la Unión Europea, decisión que no obedeció a ninguna lógica. Fue el fruto, a lo Putin, de antiguos delirios imperiales. Segundo, a pesar de que según todas las encuestas una clara mayoría de los ingleses reconoce que el Brexit fue un error, que ha sido la causa principal del letargo económico en el que ha caído su país, esas mismas encuestas revelan que si hubiese una elección general hoy el ganador sería Nigel Farage, el político trumpista que fue el impulsor más apasionado de la ruptura británica con el resto de Europa.
¿Cómo se explica? Obviamente, una vez más, la lógica no sirve para nada. Recurrir a los viejos tópicos marxistas de “los intereses” y tal es inútil. El término ciencia política es hoy, más que nunca, un oxímoron. La explicación más plausible es que Farage les hace reír, igual que aquel otro payaso que condujo su país a la ruina, Boris Johnson. No lo compliquen mucho más.
¿Hay alguna esperanza a la que nos podamos agarrar los trasnochados que seguimos deseando que se imponga algo parecido a la racionalidad en la política? En el mundo al revés en el que vivimos, yo opto por Argentina, país al que nunca nadie había acusado de pragmatismo o sentido común.
Los argentinos votaron más con el cerebro que con el corazón: más en contra del peronismo que por Milei
En unas elecciones legislativas el fin de semana pasado, sus votantes fueron contracorriente del resto del mundo occidental y votaron de manera asombrosamente cuerda. Lo irracional hubiera sido volver a votar por el peronismo, movimiento que patentó la manipulación y la mentira que definen al trumpismo, al putinismo, al faragismo, al ayusismo y a tantos más. Sí, Javier Milei, el triunfador en aquellas elecciones, es un chiflado como persona. Pero como presidente, equivocado o no, tiene un plan en el que cree –sinceramente– para sacar a su país del desastre. Los argentinos quizá votaron menos a favor de Milei que en contra de la corrupción institucional y el declive eterno que ofrece el peronismo.
Pero, en cualquier caso, votaron más con el cerebro que con el corazón. Una luz en la oscuridad, no rechazaron la evidencia de sus ojos y de sus oídos. La broma, coherente con la incoherencia de nuestra época, es que Trump ve a Milei como su aliado en Latinoamérica cuando en el fondo la verdad es que el peronista, el Cristina Kirchner norteamericano, es él.
