No eres dueño de nada

El Congreso de los Diputados votó esta semana una proposición no de ley para que los ciudadanos dejemos de utilizar metafóricamente la palabra cáncer. Pretende el legislador, de momento sin coacciones, erradicar el uso del vocablo cuando va referido a los efectos dañinos que alguien puede causar sobre algo. “Eres un cáncer para la democracia” o “Pepito es el cáncer del equipo” serían frases a desterrar con el pretexto de que pueden resultar dolorosas para quienes han padecido, padecen o han visto de cerca esta enfermedad.

Asalta la política, no es la primera vez ni será la última, lo más privativo del ser humano, la capacidad de expresar con palabras su pensamiento de forma libre y entendible. Sus señorías podrían ampliar las partidas presupuestarias destinadas a investigar esta enfermedad en lugar de achicar el diccionario. Pero en realidad no hay de lo qué sorprenderse. Es de lo más común que la política actúe sobre un problema sin apenas rozar el fondo del asunto, centrándose en sus derivadas más intranscendentes. Sucede lo mismo en el ámbito periodístico: comparece en una comisión de investigación sobre corrupción el presidente del Gobierno y abrimos un debate sobre las gafas que adornaban su nariz.

Se ha naturalizado la idea de que la propiedad privada no merece respeto alguno

Huelga decir que un gobierno que mete sus manazas en la forma de hablar de los ciudadanos está legitimado para hacer lo propio en cualquier otra esfera. Un lugar en el que se pretende que uno no sea el dueño de sus palabras es un sitio en el que se corre el riesgo de no ser propietario de nada, ni siquiera de su voluntad. Véase si no como en lo referente a la salud o la toma de riesgos las normas van estrechándose desde hace tiempo.

Dirá el lector que todo esto no son más que exageraciones sin sentido, que fijamos la vista en lo anecdótico para evitar lo sustancial. Y que en las grandes cuestiones que enfrentamos los ciudadanos, la libertad sobre el patrimonio individual no ha hecho más que ensancharse. ¿No es acaso verdad que gracias al Estado somos por fin amos de nosotros mismos? ¿No son la eutanasia o el aborto garantías de poder usar libremente y como dispongamos el cuerpo, nuestra primera y más importante propiedad?

13.04.2016, Barcelona Los Mossos de esquadra registran la casa Okupada de avinguda Coll del Portell, 52 dentro de una operacion internacional en busca de ladrones que operaban en Alemania. Vista des del Park Guell. foto: Jordi Play

 

Jordi Play

Tanto lo primero como lo segundo admiten discusión. Primero, porqué presuponen que es el Estado nuestro amo, en la medida que aceptamos que es él quien debe otorgarnos permisos y autorizaciones sobre nosotros mismos. Somos pues propiedad suya, no nuestra. En segundo lugar, lo que hace el legislador en el primer caso es arrogarse la potestad de decidir qué vidas merecen ser vividas y cuáles no, lo que en el fondo no es más que una intromisión de lo más arrogante. Sobre lo segundo, basta con adoptar el punto de vista del no nacido para complicar las cosas y alcanzar conclusiones totalmente opuestas a las que sin duda gozan del favor de la mayoría.

Ahora bien, si dejamos de pasearnos por los Cerros de Úbeda, aquello en lo que más fácilmente se advierte la regresión del respeto por la propiedad privada es en las cuestiones materiales. Con independencia del gobierno, sea el catalán o el español, se ha naturalizado, primero por la vía del discurso y después por la de los hechos, la idea de que la propiedad privada no merece respeto alguno. Si te roban es porqué llevas reloj, si te ocupan la casa es porqué la tienes vacía. ¡Es culpa tuya, propietario!

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Las leyes en favor de los ocupas o del ladrón multirreincidente, las regulaciones draconianas del mercado de alquiler o el señalamiento del propietario como alguien prácticamente indigno apuntan al mismo lugar: la propiedad privada como algo vergonzante. En el terreno impositivo, si tenemos en cuenta todas las cargas que soporta el ciudadano medio, la cosa es todavía peor, puesto que se ha normalizado la expropiación abusiva del fruto de su trabajo. Impuestos como el de patrimonio, sucesiones y donaciones, tan queridos por el gobierno catalán y también por el español - que insiste en que se apliquen en las comunidades donde no rigen- no son más que un autoritario recordatorio de que en realidad no somos dueños de nada. La administración es ya el señor feudal recordándote que lo que crees tuyo es suyo en realidad. Que no eres dueño de nada. Y en el futuro, tal como pintan las cosas, ni siquiera de las palabras que utilices para hablar.

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