El arte perdido del interrogatorio

Hace unos días me dispuse a ver el interrogatorio a Sánchez en el Senado. No ente ro, claro. Aguantar cinco horas de una monserga de tales características sin que medien unos suculentos honorarios está calificado por la ONU como trato inhumano y degradante; no me cabe la menor duda. Eso sí, tirando de paciencia, vi algunos fragmentos y, al fin, he de reconocer que el espec­táculo tuvo su gracia, aunque no por las razones que sus protagonistas pudieran suponer.

Desde luego, la tuvo por las gafas de Sánchez, que lo único que demostraron es que el hombre sabía adónde iba. Yo mismo he recomendado a más de un acusado o testigo que las use. Las gafas dan aire de madurez y hacen parecer listo y tímido por cuatro cuartos. Además, permiten mucho juego escénico. En su día, solía decir a mis clientes que, si veían que me las quitaba, era señal de que estaban metiendo la pata; que se acogieran a su derecho a no contestar hasta que me las volviera a poner. Es el abecé del ritual forense. El modelo, por otro lado, también fue un acierto: le daba a Sánchez un aire entre divertido y despistado que me recordaba poderosamente al Jerry Lewis de El profesor chiflado.

Pedro Sanchez en la Comisión Koldo en el Senado

  

Dani Duch

Desde el punto de vista judicial, el interrogatorio es la más desacreditada de las pruebas. Es casi imposible extraer verdad alguna de él. En la justicia anglosajona, el acusado rara vez habla. Si lo hace y luego le condenan, encima le caen diez años más por perjurio. Aquí no, ya que puede mentir cuanto desee. El problema es para los testigos, aunque entre los márgenes de la ambigüedad y la mala memoria siempre les sea posible hallar un hueco.

En el caso de Sánchez, no estábamos en el juzgado, pero se quiso que la escenografía causara ese efecto. Supongo que es una de las consecuencias indeseables de esa moda tan española de mezclar las responsabilidades políticas con las penales. Así hemos llegado al punto en que sin delito no hay culpa política. Malo para la política, malo para la justicia y, de paso, malo para la sufrida ciudadanía.

Por tanto, si uno pretende interrogar y no es tan incauto como para creer que la gente confiesa a la que le lancen un par de preguntas más o menos sagaces, lo primero que debería saber es qué está haciendo y por qué. Y si el interrogatorio no va a servir para nada, ¿para qué molestarse? Si hay algo que sabe la gente que interroga, es que un testigo hostil es como un mono con una pistola.

En el PP no tienen quien sepa cuándo es momento de dar el interrogatorio por perdido y callar

Por eso, cuando me enteré de la existencia del senador Alejo Miranda de Larra y de su condición de licenciado en Derecho, mi asombro fue en aumento. Bien es cierto que no parece haber ejercido como abogado, pero, en fin, “Manolete, si no sabes torear, pa’ qué te metes”. Y lo que me resultó más desconcertante fue ese “de Larra” en el apellido. Si hay algún parentesco con el insigne Fígaro, desde luego que no asoma en la elocuencia.

Frente a sus preguntas, Sánchez se comportó como lo que se había decidido por otros que fuera: un testigo hostil. Y ahí es donde quien interroga ha de tener en cuenta la primera lección: “Si no conoces de antemano la respuesta, jamás hagas preguntas”, es darle al declarante un arma cargada. Y, si está medianamente asesorado, sabrá qué hacer: no contestar a lo que se le pregunta, dar detalles que no se le han pedido y cargar contra cualquier punto flaco del interrogador. La segunda lección aún es más fácil: “Nunca formules preguntas solo para que se oiga el enunciado”. Los jueces suelen reírse mucho de este tipo de cosas.

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Aún más cuando lo que el PP pretendía era utilizar contra Sánchez información procedente de procedimientos judiciales e informes de la UCO. Motivo de más para que el interrogado extreme la cautela y el interrogador no navegue. Sin embargo, lo que se vio fue todo lo contrario: interrupciones, tono altanero y estrategia errática. Un festival. Un tiroteo verbal mal apuntado en el que cada bala tenía especial cariño por el pie del tirador.

Así que si de algo sirvió el espectáculo, fue para confirmar una sospecha inquietante: en el PP no hay quien sepa interrogar como es debido pese a tener cantera de abogados del Estado y letrados varios. Y lo peor es que tampoco tienen quien sepa cuándo ha llegado el momento de dar el interrogatorio por perdido y callar. Por no tener, ni siquiera tienen un estratega que haya previsto que Sánchez solo podía escurrirse entre los dedos como una anchoa con corbata verde. Y con la sonrisa del gato de Cheshire.

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