Quienes analizan la política suelen partir de la base de que las decisiones de los actores políticos son fruto de cálculos sobre los intereses en juego. De ahí que los analistas empleen un lenguaje frío, casi propio de un forense, con la intención de desvelar las motivaciones ocultas que hay detrás de las palabras de los políticos.
En este sentido, la mayoría de los análisis sobre la ruptura de Junts con el PSOE se mueven en ese plano instrumental: se habla de una reacción al ascenso de Aliança Catalana, de la necesidad que tiene Carles Puigdemont de recuperar la iniciativa política, de desmarcarse de los socialistas (que controlan tanto el Gobierno de España como la Generalitat), etcétera. Todo esto es muy relevante, estoy seguro, pero me gustaría enfocar el asunto desde un ángulo diferente.
A mi juicio, lo que más llama la atención de la decisión de Junts es la ingratitud que demuestra hacia quienes han sido sus aliados hasta hace unas semanas. La ingratitud nos remite a un plano difícil, el de la ética. El ingrato es una persona desagradecida, que no valora los beneficios recibidos. Creo que esto se ajusta a los líderes de Junts como anillo al dedo.
La moción de censura del 2018 salió adelante gracias a los apoyos de los partidos de izquierdas y nacionalistas. Los ocho diputados de Convergència en el Congreso votaron a favor de la investidura de Pedro Sánchez. Aquello disgustó a Puigdemont, quien había propugnado la abstención, entre otras razones porque pensaba que los socialistas no se atreverían a arreglar la cuestión de los presos. De hecho, varios de esos diputados díscolos fueron posteriormente purgados. Que Puigdemont nunca se comprometió seriamente con el proyecto de Sánchez es evidente. Ya en diciembre del 2018 decía que a Sánchez se le acababa el tiempo, que no había un proyecto ambicioso para Catalunya y que en esas condiciones no podía renunciarse a la vía de la unilateralidad.
A pesar de sus reservas y escepticismo, el hecho es que el Gobierno de coalición aprobó los indultos y modificó el delito de sedición en el Código Penal. Fueron decisiones que se entendieron mal fuera de Catalunya y que despertaron un malestar muy profundo en el conjunto de España. Después de las elecciones del 2023, Junts exigió a cambio de su apoyo algo más que los indultos, la amnistía, así como un foro bilateral de negociación en el extranjero con presencia de un verificador internacional. El PSOE y Sumar aceptaron estas condiciones y aprobaron la ley de Amnistía, probablemente la ley más controvertida de nuestra historia democrática. Como es bien sabido, Pedro Sánchez y otros dirigentes del PSOE habían declarado antes del 2023 que rechazaban esa posibilidad porque la amnistía no cabía en la Constitución.
La ley de Amnistía supone una gran corrección de la política de las derechas hacia la cuestión catalana
Es cierto que a cambio de la amnistía y otras medidas (incluyendo la posibilidad de hablar de lawfare ), Sánchez ha conseguido mantenerse en el Gobierno. Pero también es verdad que la amnistía ha producido una fuerte erosión en el voto al PSOE. Los líderes de Junts saben perfectamente que si Puigdemont no se ha beneficiado aún de ella es por la rebeldía institucional del Tribunal Supremo, que solo aplicará la ley si le fuerza el Tribunal Constitucional a ello.
La ley de Amnistía no solo resuelve la situación de mucha gente condenada, sino que, en la práctica, supone desmontar la tesis central del nacionalismo español: que los sucesos de otoño del 2017 fueron un golpe de Estado contra la democracia española. Si se amnistía a los independentistas condenados, es porque se reconoce que la situación política que se vivió entonces fue anómala: unilateralismo de los independentistas, una represión judicial inusitada, violencia contra los ciudadanos que quisieron votar el 1-O, operaciones clandestinas contra los independentistas promovidas por el gobierno de Mariano Rajoy, suspensión de la autonomía y una total falta de comunicación entre el Gobierno de España y la Generalitat. Casi todo se hizo mal entonces y por eso mismo era tan necesaria una solución como la de la amnistía.
Siempre he defendido que las condenas del Supremo a los independentistas fueron una aberración democrática y considero escandaloso que el señor Puigdemont no haya regresado aún a Catalunya. Pensé que el PSOE, dadas sus divisiones internas sobre este asunto y la oposición mayoritaria en la sociedad española a las medidas de gracia y perdón, no se atrevería a apoyar la amnistía. Con independencia de la valoración que cada uno haga del giro del PSOE (unos pensarán que hizo lo correcto, otros que se vendió por un plato de lentejas), el hecho es que el Gobierno de coalición ha realizado una corrección muy importante de lo que fue la política de las derechas hacia la cuestión catalana, y lo ha hecho pagando un coste muy elevado.
Personalmente, habría celebrado que en este tiempo se hubiera avanzado en el fondo de la cuestión, el reconocimiento de la realidad plurinacional de España, pero la amnistía, en cierto sentido, ha agotado las reservas políticas del Gobierno. Es un ejercicio de ingratitud manifiesta que, tras el esfuerzo realizado, Junts hable con desprecio y displicencia de los logros alcanzados en estos años. El intento de algunos líderes de Junts de argumentar que no hay diferencias entre las derechas y las izquierdas españolas es demasiado burdo. En mi opinión, la ingratitud de Junts revela una descomposición política del partido, que hoy no está en disposición de encabezar un proyecto inteligible sobre el futuro de Catalunya. Ante el vértigo de ese vacío, ha optado por una gesticulación política que, según lo veo, tendrá un recorrido muy corto.
