En Menorca, como en tantos otros lugares, la vivienda se ha convertido en un escaparate al que los residentes apenas pueden ya asomarse sin sentirse expulsados. Los inmuebles vuelan, y no siempre hacia quienes más los necesitan, sino hacia compradores extranjeros con bolsillo holgado: franceses y polacos. En medio de ese panorama resurge la permuta inmobiliaria, una fórmula que parece rescatada de otra época, como si los menorquines hubieran decidido meter mano al mercado a las bravas: tú me das tu casa, yo te doy la mía, y asunto resuelto.
La noticia la publicó el diario Menorca hace unos días. Explicaban que son pocas operaciones, pero reveladoras. En esta isla basta un susurro para que todo el mundo gire la cabeza. Resulta fácil imaginar la escena: dos familias se citan en una cafetería; comparten las grietas de sus vidas y de sus casas como si fuesen un mismo problema. “La mía se me ha quedado pequeña”. “La mía ya no la puedo mantener”. Y así, entre confidencias y cafés, empieza a asomar la idea de intercambiarse la existencia. Los agentes inmobiliarios han afinado el oído a ese runrún y ya se ofrecen a intermediar.
La crisis de la vivienda ha resucitado la permuta inmobiliaria
Nada de esto es casual. Vivimos un tiempo en el que la vivienda se encarece a un ritmo muy superior al de los salarios, los tipos de interés estrechan el acceso al crédito y la oferta disponible, en ciudades dinámicas o con un magnetismo particular, se ha quedado en los huesos. Para quien necesita mudarse –por trabajo, por circunstancias familiares o por simple evolución vital–, esta alternativa empieza a parecer una válvula de escape sensata, siempre que se tenga con qué negociar. En este país, el 75% de la venta es de reposición.
La permuta tiene algo de acto íntimo. Una casa guarda años, discusiones, risas, recuerdos, silencios. Al entregar las llaves, uno concede también un fragmento de su memoria. Pero Menorca ha llegado a un punto en el que la nostalgia ocupa demasiado espacio. Más aún los precios. El trueque se convierte así en un pacto entre náufragos: tú subes a mi tabla, yo a la tuya, y vemos si conseguimos no hundirnos.
El intercambio de bienes encaja en el Código Civil, aunque tiene sus riesgos. Hay que revisar cargas, deudas, hipotecas. Una casa puede ser un poema o un marrón, y conviene saber bien cuál es antes de firmar. Incluso así, la idea suena tentadora: resolver dos problemas en una operación y con una sola firma ante notario.
La ciudadanía intenta zafarse de un mercado traicionero que estrangula sus posibilidades de vida, de modo que busca atajos para seguir avanzando. Casi podría parecer un gesto romántico… si no fuera porque brota de una crisis profunda.
