La exasperante lentitud de los cambios

Últimamente tengo la sensación de que, miremos donde miremos, la necesidad de cambios es tan imprescindible como el aire que respiramos. Europa, en general, necesita transformarse. Y cuando digo Europa, sirve tanto para la UE como para sus estados y regiones, su economía, empresas, organizaciones e instituciones educativas, estructuras gubernamentales y administrativas y su mentalidad, en general. Éramos una referencia en conocimiento académico, innovación, valores y equilibrio entre crecimiento económico y bienestar social, una especie de faros de la sabiduría y las sociedades del bienestar, que despertaba admiración y envidia del resto del planeta.

Reunión de los líderes y jefes de estado de la Unión Europea en Bruselas

 

Unió Europea / ACN

Sin embargo, en pocas décadas hemos perdido peso en superioridad académica e innovación tecnológica e industrial, aportamos menos dinero al crecimiento global, nuestras debilidades en defensa han quedado desveladas, somos una población muy envejecida y tenemos muchas dificultades para sostener el Estado de bienestar y los valores que nos han caracterizado desde después de la II Guerra Mundial. Podríamos decir que nos parecemos a un club de jubilados que vive de rentas y esas rentas empiezan a ser demasiado justas.

Las nuevas generaciones... Han nacido en una Europa diferente a la de sus padres.

Vivimos en una Europa debilitada que  necesita grandes cambios

Pero los cambios llegan con una lentitud desesperante. No por falta de ideas –Europa tiene muchas–, sino por una barrera previa y decisiva: la cultural. Antes de evaluar una propuesta, la sociedad la filtra por quién la dice: origen, género, edad, tono, rol, maneras de ser. La credibilidad no depende del contenido, sino de jerarquías invisibles que deciden quién puede proponer cambios y quién no. Así, la innovación no muere en el presupuesto ni en la técnica: muere en la no escucha.

La inercia europea no es institucional, es humana. Nos hace preferir aquello conocido, perpetuar rituales de validación antiguos y confundir estabilidad con inmovilismo. Y es ahí donde se frenan las ideas que justamente necesitamos para adaptarnos a un mundo que no esperará.

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Sin un trabajo cultural interno –expandir a quién escuchamos, cuestionar sesgos, abrir espacio a perfiles que no encajan en el patrón dominante–, las nuevas propuestas se pierden en comités, trámites y PowerPoints. Organizaciones e instituciones repiten el pasado mientras el presente cambia ahí fuera. Por eso, no solo ­Europa como entidad política necesita transformarse. También sus empresas, administraciones y organizaciones, de Bruselas a los ayuntamientos. Si cada una de ellas no revisa sus filtros y maneras de escuchar, ninguna reforma estructural funcionará.

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