Es por la “tentación de existir” que subo a un avión rumbo a París. La retrospectiva de Gerhard Richter es la coartada: voy a reenfocar la mirada gracias a su pintura, que con su fricción entre nitidez y borrado hace desconfiar de lo evidente. La expresión del título la tomo de Cioran, filósofo rumano que, expatriado allí, eligió el francés para escribir sobre la extrañeza de vivir. Viajo con Manía epistolar (Taurus), un volumen que reúne sus cartas entre 1930 y 1991. En ellas aparece sin máscara: un hombre que fracasa, duda, renuncia, piensa demasiado y, aun así, sigue adelante, impulsado por su “vértigo interior”. Incluso en los momentos de tedio –cuando habla de la melancolía del fracaso– late en él una forma de persistencia, una energía que no aspira a nada grandioso, pero que lo mantiene vivo.
Cioran perteneció a lo que su editor italiano llamó “el pelotón de los condenados a la lucidez”, esa minoría incapaz de permitirse el confort de las medias verdades. Su lucidez –tensada por las cicatrices europeas del siglo XX– no tenía nada de amable: rozaba siempre el filo. En su obra invita a ensayar una futilidad consciente, una renuncia voluntaria a la épica del yo, una distancia que actúa como higiene mental.
En París no quedan casi misterios, pero sí plazas que acogen y cafés que resguardan
Camino por el jardín de Luxemburgo. Bajo un cielo gris, compacto, las esculturas nos vigilan con su calma mineral. Sillas vacías, dispersas sobre la grava pálida, forman constelaciones inciertas. En los bancos hay personas comiendo pokes de cajas de cartón y unas chicas practican un baile para subirlo a TikTok. Los árboles desnudos, con franqueza invernal, dejan entrever la arquitectura: la piedra del palacio sostiene la luz que cae, discreta. En el estanque, el agua absorbe el silencio y el viento mece los crisantemos. Anochece despacio: no es un ocaso solemne, solo una penumbra que avanza.
París sigue su curso, indiferente a nuestras proyecciones. Parece que quiera desmontar su mitología y que la miremos sin adornos. En esta ciudad no quedan casi misterios, pero sí plazas que acogen y cafés que resguardan. Aquí la tentación de existir deja de ser tentación para volverse una forma de estar: simple, precisa, posible.
