Por más que nos interese la vida de los grandes artistas, aunque sea para extraer de ella conexiones con su obra, esta es la que debería primar siempre. No fue así durante muchos años en el caso de Mercè Rodoreda, que por una parte fue considerada una escritora ñoña y por otra su inclusión entre las lecturas obligatorias en la enseñanza secundaria contribuyó a que el grueso de sus lectores fueran adolescentes para los que no estaban pensados sus libros. Una exposición como la que se inaugura en el CCCB, Rodoreda, un bosque , debe servir para acercar el universo rodorediano a sus lectores, pero también para renovarlos y multiplicarlos. Además, es una ocasión para conseguir de una vez por todas que se la deje de leer como si fueran dos escritoras, la escritora biempensante o la más oscura, una realista y otra fantasiosa, una urbana y otra cercana a la naturaleza y amante de las flores, porque Rodoreda siempre fue ambas, como han entendido muchos de los creadores actuales a los que ha influido.
Una Rodoreda única
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