A la nueva fiscal general del Estado, Teresa Peramato, nos la han presentado, con énfasis ceremonial, como “impecablemente progresista”. No independiente como Islandia, ecuánime como Salomón o rigurosa como Calvino, sino progresista. ¿Qué les voy a contar? Nunca he preguntado al fontanero su opinión sobre Trotski, ni al taxista si es más de Mélenchon o de Le Pen, y me doy por servido con que el primero conozca la diferencia entre una junta y una rosca y el segundo no me lleve al aeropuerto por la ronda Litoral. Ya me dirán si preguntarse si el médico es progresista no es muy parecido a exigir que el cocinero sea buena persona.
Pero no: la fiscal es progresista. Y, por lo que se ve, al ciudadano le toca estar satisfecho. Y además agradecido, como en aquel viejo chiste soviético en el que el comisario le pregunta a un desgraciado cómo vivía antes de la revolución: “Con hambre y frío”. “¿Y ahora?”. “Con hambre, frío y una profunda gratitud”.
No crean que dudo de la competencia de la señora Peramato –Dios me libre de tales sospechas–, pero me inquieta que se exhiba su progresismo como garantía para el equilibrio de una institución donde, en los días buenos, parece que vuelan los puñales. Será que en los últimos tiempos los fiscales salivan muy pavlovianamente con solo oír la voz del amo.
Es otro de los síntomas de la cansina mala leche de nuestra vida pública. Los fiscales generales fueron, en otro tiempo, algo más discretos. Incluso cuando eran marionetas del poder, al menos se tomaban la molestia de esconder los hilos. Ahí están las estampas para el catafalco de la calle Fortuny: Eduardo Torres Dulce, que prefirió volver a sus tertulias cinematográficas y salvar su prestigio como especialista en los westerns de John Ford; Consuelo Madrigal, que dimitió cuando el ministro Catalá intentó imponerle nombramientos sospechosos, y la muy progresista María José Segarra, que fue expulsada sin contemplaciones para dejar paso a la aún más progresista Dolores Delgado sin que la buena señora insinuara siquiera un mal gesto. Tal vez fue por esos días cuando se jodió el Perú, la discreción se fue a hacer (nunca mejor dicho) puñetas y lo que era recato más o menos hipócrita pasó a ser un espectáculo digno de la sala Bagdad.
Los fiscales generales antes eran más discretos: incluso cuando eran marionetas del poder disimulaban
El problema, además, es que ese etiquetado de las élites burocráticas como progresistas o conservadoras no es más que un fraude. Hablamos de progresistas y conservadores como si fueran categorías ideológicas, cuando en realidad se trata de banderas de conveniencia: es progresista el que asciende con el PSOE y conservador quien lo hace con el PP. Nada más sofisticado que esto. Aunque hay que reconocer que auténticos virtuosos como Marlaska consiguen hacerlo con unos y otros.
Hasta la fecha –y a los hechos me remito– en España un alto cargo conservador suele ser partidario de los males presentes, por oposición a un progresista, que lo que desea es reemplazarlos por otros males nuevos. Al ciudadano le queda contemplar la partida, con el aburrimiento de quien sabe que las cartas están marcadas. Poco más.
Quizá por eso hemos llegado a un punto en el que no hace falta ni que los fiscales acusen ni que los jueces deliberen. Basta con saber si son progresistas o conservadores para adivinar el fallo con un porcentaje de acierto que deja en ridículo a Nostradamus. Tribunal Supremo: cinco a tres; Tribunal Constitucional, seis a cuatro, con las sentencias rimando con el color de la camiseta.
Inocente como san Tarsicio, siempre había creído que lo mismo daba que la fiscal fuera progresista, conservadora o aficionada a la quiromancia. Que lo que importaba era que conociera el oficio y lo ejerciera con rigor y serenidad, como hace el fontanero que no me inunda la cocina y cobra algo menos de lo astronómico. Aunque eso era antes de constatar de una vez por todas el meollo de la cuestión: que la justicia en España –tanto me dan aquí jueces como fiscales– no puede ser independiente en sus alturas, esas cumbres de sueldos de relumbrón, despachos solemnes y retratos al óleo del rey con toga. Mientras PSOE y PP no renuncien a controlar por motivos políticos el Consejo General del Poder Judicial, la alta magistratura y la Fiscalía, todo lo demás –progresismo incluido– es puro atrezo.
La señora Peramato podrá ser progresista o angélica, pero del abrazo del oso del poder político no parece que la vaya a salvar nadie y, a lo mejor, hasta le parece bien.
