Hace pocos días asistí a la representación en Madrid de El lago de los cisnes, según la versión del coreógrafo Matthew Bourne, ¡la de los cisnes varones! Como recordarán, cuando se estrenó en el Sadler’s Wells de Londres, el 9 de noviembre de 1995, este ballet fue un gran éxito, pero también un buen escándalo. Para la sensibilidad de la época, ¿cómo un puñado de hombres iban a representar los cisnes de Chaikovski sin parecer amanerados? ¿Cómo se iban a reconvertir lagos de hadas y nenúfares en escenas de la noche londinense sin hacer el ridículo? Pues lo hicieron y, a pesar de las críticas, fue un exitazo.
Treinta años después, su programación conmemorativa en el Teatro Real también ha sido un éxito rotundo, aunque, como era previsible, nada escandalosa. Es bueno que las instituciones culturales nos recuerden que la innovación artística en los escenarios y los derechos civiles en general no han caído del cielo. Que, hasta conseguir su reconocimiento, se han abierto camino entre críticas e incomprensiones. Tan cierto como que es una buena noticia que en el 2025 la coreografía de Bourne ya no escandalice a nadie. Como se ha podido comprobar en el Real con alguna Madama Butterfly reciente, o como pasó en el Liceu con la famosa Tosca de Rafael Villalobos, en la actualidad los abucheos llegan a los teatros para reprobar incoherencias, ordinarieces o desvirtualizaciones gratuitas, nunca por consideraciones morales.
¿Esto supone que nos hemos quedado sin principios? ¿Que ya todo nos da igual? Que las causas que movilizaron a nuestros padres hayan sido asumidas transversalmente y no escandalicen a nadie no significa que en el mundo de hoy no existan muchos y nuevos desafíos por los que merezca la pena comprometerse, o que podamos vivir indiferentes. Porque nada de lo conseguido es para siempre y porque en nuestra dimensión necesariamente humana y limitada siempre habrá circunstancias que pueden ser mejoradas o incluso que con el paso del tiempo corran el riesgo de empeorar si no estamos dispuestos a cuidar de ellas.
Es lo que ocurre con la democracia. Según el último informe del Institut de Ciències Polítiques (ICPS), publicado en noviembre, el aumento de la indiferencia en cuanto a la democracia se ha disparado, especialmente entre los jóvenes. Por lo que parece, el vínculo entre democracia y progreso se ha quebrado porque nuestros jóvenes –y nuestros mayores– evalúan la democracia con criterios de utilidad y esta, al menos desde la recesión del 2006, en lo que se refiere a las cosas básicas deja mucho que desear.
Izquierda y derecha han de afrontar los problemas de la gente, sin librar guerras culturales pasadas
Por eso la izquierda y la derecha se equivocan si en vez de afrontar los problemas materiales y objetivos de la gente siguen enzarzándose en trasnochadas guerras culturales que, o porque fueron pasajeras o porque ya forman parte del patrimonio cultural y moral de todos, hoy no movilizan a nadie. En un teatro civilizado, en el 2025, que un cisne sea negro, varón o incluso musulmán no es noticia. Como tampoco lo es si el mismísimo Cervantes fue gay o un bergante impenitente. Lo que sí nos desasosiega es que los gobiernos nos mientan, que los hijos de nuestros vecinos no lleguen a fin de mes, que sus nietos no puedan emanciparse o que los políticos conviertan semanalmente el Parlamento en un circo.
No somos insensibles a las banderas de las generaciones que nos precedieron. Simplemente somos conscientes de que, hoy por hoy, la batalla que hay que librar tiene que ver con la reconciliación entre la democracia y las esperanzas de la gente. Sin necesidad de recuperar antiguas identidades tribales, familiares, nacionales ni religiosas, urge recuperar razones que nos convenzan de que hay causas colectivas por las que merece la pena sacrificarse, incluso pagar impuestos y quién sabe si restablecer el servicio militar obligatorio.
Lo escribió Voltaire y tenía razón: la historia no se repite, pero los hombres sí. Por eso en el 2025 nos resulta indiferente el color, el género o la identidad sexual del Cisne de Chaikovski, pero nos sigue conmoviendo su soledad, lo despiadado de su entorno y su fuerza de voluntad para sobreponerse a las dificultades. Será que, como nos ha recordado el Teatro Real con los aplausos de su público, la única causa que nos sigue interpelando es simplemente… ¡la humana!
