Lluís Permanyer se nos fue el pasado 23 de octubre de manera repentina, a consecuencia de un infarto, aunque quizá pensara que eso de irse –en septiembre había cumplido 86 años– le podía ocurrir en cualquier momento. Quizá por eso, con la elegancia innata que le caracterizaba, y no sin algunas dosis de alta coquetería, en los últimos meses, sin venir demasiado a cuento, me había citado para encontrarnos un rato en alguna de las cafeterías de la ciudad. Imagino que debía de hacerlo con muchas otras personas también amigas.
El motivo era tomar un café de media mañana o un té de media tarde, que sí, podía sonar a último, aunque me obstinara en pensar que no, porque Lluís se conservaba estupendamente. Deseaba que fuera un café o un té recurrente, uno de tantos entre los que me quedaban por tomar junto al gran maestro, de conversación amenísima. Permanyer lo sabía todo y lo contaba de manera magnífica, abundando en detalles pintorescos y con gran sentido del humor, más todavía si lo que te explicaba concernía a Barcelona, su ciudad, a la que tanto amó y que tanto le debe.
El último té que tomamos juntos fue de despedida. Lo intuí, porque Lluís, sin venir a cuento, me trajo un regalo. Me tendió un sobre y me pidió que lo abriera, que dentro había algo que creía que me podía gustar. En efecto, me gustó en cuanto reconocí las hormigas habilidosas que distribuía sobre el papel a modo de letras Salvador Espriu. Era, en efecto, un texto del gran poeta de Sinera. “Me hace feliz que lo guardes tú”, me confió, con su sonrisa bigotuda, entre tierna y pícara. “Lo enmarcaré –le dije en seguida– La tinta con el tiempo se difumina, mejor preservarlo”, y así lo hice.
No era la primera vez que alguien me regalaba algo a modo de despedida, en cierta manera para prolongar con un objeto su presencia cercana, sin alharacas ni efusiones sobrevenidas y, sobre todo, sin grandes palabras, estas tan aptas para melodramas de series baratas y tan poco oportunas en la vida real. Sin mencionar siquiera eso de para que me recuerdes, aunque no fuera otro el motivo del regalo en cuestión.
Ciertamente, me parece que a veces utilizamos los regalos para introducirnos en las vidas ajenas e instalarnos allí un poquito. Me refiero, claro está, a determinados regalos, no los llamados de empresa que estos días navideños proliferan o los del amigo invisible, traído de fuera y, como tantas cosas importadas, ya arraigado aquí. Tampoco aquellos a que nos incitaba un viejo eslogan, creo que de El Corte Inglés, que invitaba a practicar “la elegancia social del regalo”, sino los que se ofrecen con afecto y de manera, como suele decirse, personalizada.
¿Por qué no poner una placa en la fachada de la casa del maestro, como en tantas capitales europeas?
Me pareció muy oportuno que el alcalde Collboni abriera el Saló de Cent del Ayuntamiento barcelonés, el pasado día 9 y nos regalara a amigos y admiradores de Permanyer un acto en recuerdo y homenaje al gran periodista y escritor. Cuantos hablaron –además de sus hijos, Marc y Aleix, que cerraron el acto–, empezando por Jaume Collboni, pasando por Jordi Amat, que presentó su libro póstumo, Testimonis de tot el món sobre Barcelona, siguiendo por sus compañeros de Guyana Guardian, Lluís Foix y Tomás Alcoverro, en conversación con Llàtzer Moix, y terminando por el actor Lluís Soler, que recitó poemas de Segarra y Salvat-Papasseit, se refirieron a la importancia que para bien y para mal tenía su ciudad para su mejor cronista. Aunque Lluís rechazara ese título oficial, lo fue, sin duda, extraoficialmente.
Permanyer era también crítico con Barcelona. Recuerdo un reportaje suyo sobre las monstruosidades urbanísticas de la ciudad, que algunas tenemos. Era crítico porque la amaba, claro, y nada le era indiferente. Por eso cuando Alcoverro pidió que una calle llevara su nombre todos cuantos llenábamos el Saló de Cent aplaudimos.
Permanyer se merece la Diagonal y la Gran Via y la plaza Catalunya. No me cabe duda, pero los problemas del nomenclátor son difíciles de tramitar y arduos, además de lentos. Habrá que ir insistiendo, pero mientras, ¿por qué no poner una placa en la fachada de su casa, como ocurre en tantas capitales europeas con los ciudadanos insignes? Además de la Medalla d’Or, a título póstumo, que el Ayuntamiento le va a conceder, lo de la placa –sin olvidar lo de la calle Lluís Permanyer, cronista de Barcelona– no me parece superfluo. ¿Verdad, alcalde Collboni?
