Vivimos con el tiempo en números rojos. Todo lo que compramos se paga con horas de trabajo que no volverán, con días tachados en un calendario que no admite devoluciones. La caña de los viernes no cuesta 2,50 euros, sino los diez minutos que nos pasamos soportando la charla del jefe que iba a durar “solo un momento”. Y el móvil nuevo: esas cuarenta horas frente a la pantalla de la oficina para comprar otra pantalla. Así es la ironía del siglo XXI: trabajar para pagar lo que nos distrae de tanto trabajar.
Nadie nos avisa de que la verdadera bancarrota no está en el bolsillo, sino en el reloj. Mientras nos esforzamos por ganar más dinero, perdemos lo único que ningún banco podrá prestarnos jamás: tiempo.
Ivet Català Navarro
Castelldefels