Que no se acaben las buenas conversaciones

Cartas

Ayer estuve hablando con una amiga a la que le encanta conversar. Habla con cualquiera. Y no de cosas superficiales. Se adentra. Le dije que admiraba profundamente esa capacidad suya, y me respondió que habla —y, sobre todo, escucha— porque le gusta aprender de la gente.

Toda persona tiene algo que contar. San Agustín hablaba de la profundidad abismal del alma humana, de la riqueza inagotable del mundo interior. Y se asombraba —no sin cierta ironía— de que los hombres vayan a admirar las altas montañas, las olas del mar, la inmensidad del océano o la infinitud de los astros, y, sin embargo, se olviden de sí mismos. No hay nada más hondo que nuestro propio interior. Y esto mismo habría que aplicarlo a los otros: cada persona alberga en su interior un mundo inmenso. Contemplar la interioridad de otra alma tiene, quizá, más infinitud que contemplar un cielo estrellado.

Pienso en un profesor a quien admiro profundamente. Pasa largas horas en el campus de la universidad conversando con alumnos, profesores o trabajadores. Siempre lo veo con esa mirada atenta, disponible, y pienso: este hombre sabe mucho de la vida porque ha dialogado mucho. 

En la conversación, uno se fusiona con el otro. Mis palabras y las suyas se entrelazan hasta formar un solo tejido. Y esta es una de las capacidades del lenguaje que tantas veces damos por supuesta: su potencia transformadora y creadora. Cuando hablo con un tú, surgen pensamientos que yo misma no sabía que habitaban en mí. 

E incluso cuando luego reflexiono sola, en la intimidad del silencio, los otros siguen estando presentes en mí, porque mis pensamientos han sido configurados por el contacto con ellos. 

Podría decirse, entonces, que la palabra me transfigura y me vuelve soluble —como diría Valéry— en el espíritu de otro. Si no hay novedad, si no hay transformación, podríamos decir que no ha habido un verdadero encuentro. El encuentro auténtico con el otro no puede dejarnos indiferentes.

Por eso es tan importante también el recuerdo de las personas. Aunque ya no las tengamos físicamente, permanecen en nosotros. Recordamos lo que nos dijeron, lo que despertaron, lo que aprendimos junto a ellas. Es importante asombrarse ante los demás y permitir que cada persona nos aporte algo, porque cada una encierra un mundo interior inabarcable. 

Uno no puede configurarse solo: necesita del contacto con los otros. Como diría Merleau-Ponty, la interioridad no puede darse sin la intersubjetividad. Aunque seamos un “yo”, estamos hechos de muchos “tú”. Y esta es una realidad profundamente extraordinaria.

De ahí la urgencia de recuperar las buenas conversaciones. De atrevernos a sacar del fondo del alma aquello que queremos decir. Tal vez por eso no hay placer más sencillo y más hondo que compartir una cerveza con un amigo, dejando que la conversación se extienda hasta que el tiempo parezca detenerse. Porque en ese instante se entra en una inmensidad colosal, y hablar y escuchar se convierten en un ejercicio de creación: la capacidad de dejarse deshacer y hacer, un poco, por el otro.

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