Cerro Leonera, la montaña que te pone a prueba

Lectores Corresponsales

El ascenso a este pico, imponente y desafiante, es una aventura que se te queda grabada para siempre

Ampliar Vista al Cerro Leonera desde Cancha de Carreras.

Vista al Cerro Leonera desde Cancha de Carreras.

Nicolás Ward Edwards

* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

La noche en Cancha de Carreras era simplemente sublime. A 4.100 metros sobre el nivel del mar, la planicie se extendía como una alfombra de tierra sacada de otro planeta, custodiada por los colosos de la Cordillera de los Andes. 

El Leonera, imponente y desafiante, se alzaba a un lado, mientras El Plomo, el gran vigía de los Andes, nos observaba en silencio desde su cúspide nevada. Era el inicio de una aventura que quedaría grabada para siempre.

Mi cordada era una mezcla de nacionalidades que parecía salida de una novela de viajes: argentinos, un uruguayo, un inglés y una chipriota. Entre nosotros, chilenos compartiendo el mismo desafío, incluido quien escribe estas líneas. Los guías de Puma Adventures, Vicho, Javi y Haima, lideraban la expedición con maestría y calidez. Y ahí estábamos también nosotros, Poly, Nick, Javier Peña, Ale, Berni, Agustín y Javier Busch, todos unidos por una misma meta: conquistar los 4.954 metros del Cerro Leonera.

Todos unidos por una misma meta: conquistar los 4.954 m del Cerro Leonera

La noche previa a la ascensión fue especial. La agencia había montado un domo comedor que nos resguardaba del frío y el viento, permitiéndonos compartir una última cena con algo parecido a comodidad. Incluso había un baño privado en plena alta montaña, un lujo casi surrealista. 

Nos sentíamos privilegiados, pero también expectantes: sabíamos que nos esperaban kilómetros de esfuerzo físico y mental. Antes, ya habíamos caminado un buen trazo desde el final de la telesilla en La Parva hasta Cancha de Carreras y ahora venía lo más difícil: llegar hasta la cumbre y regresar hasta el final de la telesilla (una travesía que, en total, alcanzó los 25 kilómetros).

Ampliar El Monte Aconcagua, el más alto de América con casi 7 mil metros de altura.

El Monte Aconcagua, el más alto de América con casi 7 mil metros de altura.

Nicolás Ward Edwards

Roca viva y helada

A las 4 de la mañana, con las linternas frontales iluminando la oscuridad, nos enfrentamos a uno de los mayores desafíos: el paso por el farellón. La roca viva y helada requería concentración absoluta; cada paso era una apuesta calculada. El frío era intenso y el viento cortaba como cuchillas. Pero poco a poco, avanzamos, la montaña permitía nuestro paso.

Cuando superamos el farellón, nos encontramos con el sendero definitivo hacia la cumbre. Pero aquí la montaña tenía otra prueba: el acarreo, ese interminable conjunto de piedras sueltas que parecía no tener fin. Las piernas se tensaban y temblaban, cada músculo trabajando al límite. Avanzar era lento, cada segundo parecía un minuto, pero el esfuerzo nos hacía más fuertes.

Ampliar El equipo de escaladores, en el domo comedor.

El equipo de escaladores, en el domo comedor.

Nicolás Ward Edwards

El amanecer nos sorprendió a mitad del camino, pintando el cielo de naranjas y violetas. El paisaje era un regalo, una vista que hacía olvidar el dolor por unos instantes. Pero no había tiempo para detenerse demasiado. La cima nos llamaba, y el frío no daba tregua.

A pocos metros de la cumbre, la temperatura descendió a -10°C, debido a la sensación térmica que genera el viento. Las manos comenzaron a doler, entumecidas por el frío brutal. Vicho me miró y, con su voz tranquila, me enseñó el truco: agitar las manos hacia abajo con fuerza para recobrar el calor. Fue un pequeño gesto que hizo una gran diferencia. El cuerpo respondía; la mente se enfocaba.

Ampliar Santiago, al fondo, penitentes de nieve y el terreno pedregoso.

Santiago, al fondo, penitentes de nieve y el terreno pedregoso.

Nicolás Ward Edwards

La furia del viento

Finalmente, llegamos a la cumbre. La emoción era indescriptible. El viento soplaba con furia, como si la montaña estuviera probando nuestra resistencia hasta el último segundo. Nos refugiamos en un domo ambulante, una improvisada guarida que nos protegió del frío y el vendaval. Nos miramos entre todos, las sonrisas congeladas pero los corazones ardientes de felicidad.

Desde ahí, la vista era un espectáculo sin igual. El Plomo nos seguía observando, solemne, como un guardián silencioso que aprobaba nuestra travesía. Más al noreste, el Aconcagua, la cima más alta de América. En concreto, la inmensidad de los Andes se desplegaba en 360 grados, un recordatorio de lo pequeños que somos y de lo grandes que podemos llegar a ser cuando nos atrevemos a enfrentar lo imposible.

Ampliar Nicolás Ward Edwards, lector corresponsal de 'La Vanguardia', en la cumbre, con el Cerro El Plomo detrás.

Nicolás Ward Edwards, lector corresponsal de 'La Vanguardia', en la cumbre, con el Cerro El Plomo detrás.

Nicolás Ward Edwards

El descenso fue más liviano, el cuerpo cansado pero el espíritu fortalecido. Regresar a Cancha de Carreras fue como volver a casa después de una odisea. Nos esperaba el domo comedor, y nuestras carpas que, por unas horas, nos habían dado cobijo y comunidad en la inmensidad de la montaña.

El ascenso al Cerro Leonera no fue solo una caminata de 6,5 kilómetros desde Cancha de Carreras hasta la cumbre, ni una travesía de 25 kilómetros en total. Fue una prueba de resistencia, de compañerismo y de aprendizaje. Cada paso fue un descubrimiento; cada dificultad, una lección. Y siempre, en lo alto, El Plomo, testigo fiel de nuestra gran y significativa aventura.

Una experiencia única, de esas que se graban en el alma para siempre, especialmente, por el grupo que cumplió su objetivo. Cada uno aportando un carisma y personalidad, como para un cuento aparte. Los triunfos, se alcanzan en equipo, no de forma individual. Inolvidable.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...