* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía no tuvo un acceso de angustia ni le pidió a Dios que acogiera su alma, no lloró por su madre ni se arrepintió de sus pecados, nada de eso; más bien, casi impasible ante el horror del vacío, se puso a pensar en aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Por alguna razón -quizás por la cadencia de esas tres líneas con que García Márquez inicia Cien años de soledad, quizás por el encanto en que caemos tras el sonido de la palabra siguiente: “Macondo”-, dejamos pasar como si cualquier cosa aquella extraña circunstancia, la de que un condenado empiece a tener recuerdos bonitos un instante antes de que una fila de soldados le dispare en el pecho.
Se entiende, en todo caso, que lo del recuerdo es también un recurso para luego hacernos naufragar en un universo de pájaros y gitanos, de alquimias, levitaciones y fantasmas… un galeón varado en medio del bosque, la armadura de un corsario del siglo XV que guardaba un relicario de cobre con un rizo de mujer.
Tanto nos embruja, que cuando el autor hace aparecer de nuevo a Aureliano en el trance de su sentencia de muerte, ciento treinta páginas después, ya estamos más que habituados a ese mundo medio real, medio de sueño, en donde todo pasa como si no pasara, en donde los eventos conmueven pero sin provocar ningún sufrimiento. No tenemos miedo de que maten al coronel porque todo es maravilloso. Nos hemos integrado en las corrientes de la Providencia y, lo mismo que le sucede al héroe, casi nada puede inquietarnos.
El condenado empieza a tener recuerdos bonitos un instante antes de que una fila de soldados le dispare en el pecho
Aureliano Buendía es una suerte de columna dórica: cuando la madre lo visita en el calabozo, él le dice: “No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me fusilaron hace mucho tiempo”; cuando lo llevan al paredón, murmura: “Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin poder hacer nada”, (después se pone a recordar el hielo); cuando su hermano finalmente le salva la vida… bueno, aquí el autor no refiere reacción alguna, pero la respuesta bien pudo haber sido muy similar a las anteriores: cuatro o cinco palabras sólidas y el control absoluto de sus emociones.
Este pasaje nos gusta, nos exalta, porque nos hace creer que reaccionaríamos de igual manera si fuéramos nosotros los condenados. Nos proyectamos en el coronel Aureliano, nos hinchamos de estoicismo, recibimos los dones de la fortuna y continuamos la campaña liberal revolucionaria, ¡acompañados del capitán y los seis soldados que estuvieron a punto de fusilarnos! Además de valientes, suertudos. Todo tan perfecto, tan encajado, que en realidad no llegamos a darnos cuenta de haber estado al borde del abismo postrero.
Algo bien distinto venimos a sentir en el contexto de otra guerra, caminando los pasos de otro héroe y bajo el hechizo de un brujo diferente: León Tolstói. Pierre Bezújov, en Guerra y paz, luego de una secuencia de peligros (la batalla de Borodinó, el incendio de Moscú) cae en las garras de los soldados franceses, quienes lo acusan de pirómano y lo llevan ante las autoridades. A partir de ese momento, todo es confuso para Pierre, y nosotros empezamos a marearnos con la sospecha de que algo terrible ha de suceder. Los interrogatorios a que lo someten son solo un trámite administrativo para declararlo culpable.
Algo bien distinto venimos a sentir caminando los pasos de otro héroe y bajo el hechizo de un brujo diferente: León Tolstói
Luego le caen encima cuatro días de espera. Junto a otros acusados, queda a merced de la decisión de cierto mariscal, “el último y un tanto misterioso eslabón de la potestad suprema”. Cuando lo llevan ante aquel juez definitivo, se ve a sí mismo “como una pequeña astilla caída en el engranaje de una máquina desconocida que funcionaba normalmente”. Ese mariscal resulta ser Davout, no solo el mejor general de Napoleón, “sino un hombre famoso por su crueldad”.

La batalla de Borodinó es uno de los principales acontecimientos históricos en torno a los que gira gran parte de la novela 'Guerra y paz' y es detallada minuciosamente por Tolstói.
Davout recibe a Pierre y lo despacha casi sin reparar en su existencia. Lo interroga brevemente, por un momento lo mira a los ojos, reconoce su humanidad, pero luego se lo saca de encima haciéndole a los soldados un gesto con la cabeza. A continuación, todos quedamos atrapados en el vórtice de lo incomprensible; ¡todos!, Pierre, los demás condenados, los verdugos, el autor mismo y nosotros los lectores:
“¿Quién era, entonces, el que lo había condenado y le arrancaba la vida con todos sus recuerdos, sus aspiraciones, esperanzas y proyectos? ¿Quién? Y Pierre advertía que no era nadie (...) Un orden establecido de antemano era el que lo mataba, le quitaba la vida y lo reducía a la nada”.
Más adelante, ya en el lugar de los fusilamientos: “Pierre suspiró y miró alrededor como preguntando qué significaba aquello. Todas las miradas con que se encontró hacían la misma pregunta. En las caras de los rusos y en las de los soldados y oficiales franceses se leía el mismo espanto, el horror y la lucha que se apoderaban de su ánimo”.
Las ejecuciones son brutales. Los condenados se santiguan o se agitan como animales acorralados, gritan o se desgonzan; finalmente se resignan. Al recibir la descarga, sus cuerpos caen en posiciones extrañas, y luego, todavía convulsos, son tirados a la fosa. Ante tales atrocidades, Pierre, al que aún no le llega el turno, aparta la mirada. En la última ejecución hace lo contrario, le resulta imposible no mirar lo que sucede. Solo un rato después entiende que algo (probablemente Davout) lo había absuelto de morir.
Con Pierre Bezújov, a diferencia de lo que nos sucede con Aureliano Buendía, le miramos la cara a la muerte, la cual nos provoca una confusión exasperante por estar llena de vacío. Es probable que Tolstói viviera bajo el influjo de aquella mueca (a juzgar por otras tantas de sus páginas), y que García Márquez no supiera nada de esos terrores. Para García Márquez, al parecer, la muerte no era otra cosa que salir volando por los aires, o hacerse fantasma, visitar alguna soledad para luego regresar, o convertirse en un hilo de sangre peregrino, o quedarse dormido, recostado sobre el castaño del patio, luego de haber salido a orinar.
* Rodrigo Estrada es un escritor colombiano. Ha publicado tres libros de cuentos: El Mundo (2014), Episodios sobrenaturales (2016) y La vida que nos merecemos (2024). Trabaja como editor en la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC. Dirige la revista de danza y artes escénicas el cuerpoeSpín y el sello editorial emergente Biblioteca el Sol. Reside en la ciudad de Bogotá.
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