Loading...

Unamuno: el agur infinito

La Mirada del Lector

Hay diversas maneras de acercarse a la figura de este genio universal del pensamiento y, en esta ocasión, la escritora Cristina Maruri lo hace desde la total ficción, con plena libertad y con el género de un poético cuento

Fotografía de Miguel de Unamuno.

AYUNTAMIENTO DE BILBAO / Europa Press

* La autora forma parte de la comunidad de lectores de Guayana Guardian

  • Parte I

Creo que me duelen todos y cada uno de los huesos, pero no me quejaré; a estas alturas de mi vida es de las pocas cosas que he logrado entender. Quejarse es de necios. No sirve más que para contaminar, no aclara ideas ni soluciona problemas, solo es arrojar porquería a nuestro sistema vital, como por tubos oxidados evacuamos a la ría, aquello de lo que ansiamos desprendernos, porque nos delata.

No obstante, huesos e insalubridad de líquido fétido y serpenteante, paseaba y respiraba a su vera rendido, embelesado; porque el amor por mi tierra, y por sus rincones es dogma; incuestionable e impenetrable. A pesar de juicios de valor ajenos, incluso de manifestaciones vertidas por mi persona, cuando el arrebato, la ira y la frustración se sobreponen a mi razón, y hayan podido negarlo.

Es un contrasentido, otro más que añado a la interminable lista, a la colección que nunca finiquitaré, porque, aunque tarde, con hojas blancas en el rostro y plagado de oquedades, cual queso, mi corazón; reconozco que es de ilusos pretender fijar dimensiones y magnitudes, a éticas y emocionales cuestiones. Porque quién y en qué balanza podrían medirse la intensidad del mal, o la hermosura del bien. Cuántas sonrisas se necesitan para secar una saca de lágrimas, cuántas certeras estocadas ha de blandir el conocimiento, para que fenezca por siempre la ignorancia.

Una mueca asoma al finalizar tan jocoso pensamiento (acaso no lo es barajar la exterminación de los necios), pero de ella no se percatan más que los adoquines húmedos y resbaladizos que someto bajo mis suelas, el aliento que convertido en humo expulso, las palomas que no entienden sino de cielos y sustento, y un niño con su madre que a lo lejos buscan refugio del ogro frío.

Quién y en qué balanza podrían medirse la intensidad del mal, o la hermosura del bien

Sería ingrato por mi parte, si en estos pasos a través del tiempo, no reconociera el bálsamo que siempre supusieron la niñez, dulce como un regaliz, jugando en el tablero de calles del Casco Viejo; las aulas salteadas como champiñones, por doquier; en las que cuánto aprendí y tanto traté de enseñar, y mi clarividente y paciente compañera, que dividió su vida multiplicando la felicidad de la mía, hasta por nueve veces.

Gotea mi nariz porque la circunferencia del sombrero es más parca que el paraguas olvidado tras la puerta, y al intensificarse la lluvia al igual que el sonido de las campanas de la catedral, comprendo que no puedo llegar más allá. Sin bálsamo, sin esperanza, sin fuerzas.

Retrato fotográfico de Miguel de Unamuno (1834-1936), 

Roger Viollet Collection/Getty Images)

Retumba mi cabeza, últimamente a todas horas, con todas las luces. Dolor, insufrible dolor. Una vorágine de ideas, que no encuentran cajón. Desordenadas, insatisfechas, frustradas, que enfrentándose con estrepito, acaban por devorarse las unas a las otras, e ineludiblemente, terminan por devorarme a mí. La contradicción mata.

Y también lo ha hecho mi impaciencia y ese sentir de autosuficiencia. Y en secreto, la crítica estratosférica con los errores cometidos, mayor incluso que la impuesta a los demás. Una vida tratando de saber y otra de enmendar.

La crítica estratosférica con los errores cometidos, mayor incluso que la impuesta a los demás. Una vida tratando de saber y otra de enmendar

Qué convulsión me causa el horror de la guerra, la dañina soberbia, la falsedad de los que dictan ley y moral, y ese Dios que pinto sin túnica y con escamas, porque de entre los dedos, y por mucho que ruego, se me escapa.

Qué vómito me causan el hambre, el estandarte de la fuerza y la brutalidad de la opresión, el conductismo de los débiles, el fanatismo. Poder, gloria y ambición, dragones inmortales, que, desde todos los puntos cardinales, arrasan con su fuego la fertilidad de la tierra y la inocencia de sus almas.

Me siguen, incluso hasta la plaza, magnífica y de visión reconfortante, mientras percibo congelados los dedos, que refugio en el bolsillo de la chaqueta, palpando una de mis pajaritas. Me aferro a ella, a su fragilidad, que me aporta fortaleza suficiente, para soportar a mi carcelero hasta alcanzar el portalón y emprender el ascenso de la montaña-escalera.  

Miguel de Unamuno en la playa. 

REDACCIÓN / EFE

  • Parte II

Gran paradoja que en este último día del año cuando todos los hogares se encuentran calientes, la casa esté vacía, si acaso repleta del eco del hueco, pero nadie hubo que decidiera sobre mi vida, y nadie habrá que lo haga sobre mi muerte.

No temo lo inevitable, a quien tantas veces lo intentó sin lograrlo. Lacayos no le faltaron, de todos los bandos. Yo también tenté perseguir razones y defender porqués, pero a menudo fue tan fugaz su solvencia, como el revolotear de una mariposa entre flores marchitas.

Sillón, mesa, armario y puchero en la cocina. Grande y relimpio, como los corazones que de un manotazo he despedido esta mañana, alegando una vez más arduo trabajo, porque de haberlo hecho a tiernos besos, se me hubiera incendiado o anegado el corazón; habiendo dejado de latir antes de tiempo. Pero su breve prórroga es necesaria, el escenario de esta mi última obra lo requiere.

No temo lo inevitable, a quien tantas veces lo intentó sin lograrlo. Lacayos no le faltaron, de todos los bandos

Para que todos crean, pero nadie sepa, como tampoco yo sabré. Dudo, y pido perdón por ello, de la eternidad, de un más allá al que nos aferramos, porque de no existir, nuestra existencia se reduciría a un grupo evolucionado de células y de esclavizadas neuronas.

La mirada de Miguel de Unamuno.

Otras Fuentes

Tocan a la puerta, no abro, pronuncian mi nombre, no contesto; pasos que se alejan mientras me quedo de nuevo en esta relativa e inquietante soledad. Porque rodeado estoy de fantasmas que pululan y libros que agitan sus hojas; todos presintiendo mi partir.

Frente al espejo, atuso bigote y barba, me peino, recoloco lazada y aclaro mis gafas. Transcurridos los años, tengo la dicha de reconocerme en él, porque acertado y equivocado siempre he seguido mi dictado. He sido dueño y señor de mis actos, aunque tantas veces sus consecuencias me hayan molido a palos.

Pero no me arrepiento, dignidad y creencias no son negociables, son los últimos bastiones a entregar, tras el asedio y victoria de cualquier enemigo. Tampoco lo hago de llegar exhausto, porque he sido luchador voraz, tenaz, audaz, a pesar de ser múltiples mis contradicciones y perpetuos los desencantos.

Pero no me arrepiento, dignidad y creencias no son negociables, son los últimos bastiones a entregar

Lo he intentado; hasta la saciedad, incluso a degüello. Estudiado, viajado, discutido y consensuado. Alegado, que no todo puede llegar a ser comprendido, y defendido, todo aquello en lo que ha merecido la pena creer.

Lamento haber ofrecido una imagen tan distorsionada de lo que soy, al considerarme hombre bueno, pero ropajes como la vehemencia, y un semblante angulado, de labios finos, y nariz afilada, no han logrado sido sembrar lejanía, incomprensión y rechazo. Quede constancia: solamente perseguí conocimiento, razón y verdad.

Amigos no me han faltado, aunque me hayan sobrado enemigos, pero incidiendo en mi temperamento, testarudo y altivo, era improbable alcanzar diferente resultado. Además, cuán difícil es nadar contra corriente, negarse a engrosar la cadena de favores, oponerse al poderoso, enfrentarse al corrompido; denunciar lo que pretende ocultarse. Sobre todas las cosas una me ocupó y preocupó; el pan de mis hijos.

Siento profundísima fatiga, física, mental y emocional, dolor de dolores, desesperanza universal, agotado, hastiado, factores que me abocan a la angosta salida, un riachuelo fluyendo hacia el mar.

Esta mente lúcida, pero siempre atormentada se apaga; se apaga, marcando las manecillas del reloj mi irreversible declive, mi prematuro final.

Miguel de Unamuno, entre libros.

Propias

  • Parte III

Antes de que cause en mí su mortífero efecto, y como gema preciada de placer, escancio vino y me dirijo a la ventana. Nunca he dibujado con brillantez, pero sí me siento con suficiente afinación como para tararear el Agur Jaunak a modo de homenaje a mis hijos de papel, a quienes acaricio con una última mirada. Paz en la guerra, Recuerdos de niñez y mocedad, Niebla, La tía Tul a… “A todos os he amado”; les confieso.

Y les pido, que a mi sudario cosan los siguientes versos:

La paz es verdugo del hambre

El conocimiento lo es del fanatismo

La verdad navío errante

Y la libertad,

fidelidad con uno mismo

Levanto mi copa, bebo y muero.

Detalle del retrato de Miguel de Unamuno realizado por el pintor Ramon Casas.

Terceros
Lee también ■ ¿CÓMO PUEDO PARTICIPAR EN LA COMUNIDAD DE LA VANGUARDIA?

¡Participa!

¿Quieres compartir tu mirada?

Los interesados en participar en La Mirada del Lector pueden enviar sus escritos (con o sin material gráfico) al correo de la sección de Participación (participacion@guyanaguardian.es) adjuntando sus datos.