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Comprar Groenlandia a Dinamarca, incorporar Canadá a los Estados Unidos, efectuar incursiones militares en México para frenar al narco, retomar el pleno control del canal de Panamá, apretar el pescuezo a los europeos para que paguen más cuota a la OTAN y compren más petróleo y gas natural licuado en el mercado estadounidense… Son ideas que Donald Trump ha expresado estos últimos días, antes de acceder por segunda vez a la presidencia de los Estados Unidos de América.
¿Una cadena de provocaciones? “Habrá que aprender de nuevo a descifrar el lenguaje de Trump”, me advierte un buen amigo, con muchos años de experiencia en el análisis de la política internacional. Y añade: “Trump expresa en bruto lo que muchos piensan en el establishment de Estados Unidos. Trump populariza ideas que circulan en los comités de estrategia, enfoques que los demócratas mantenían en circuito cerrado, bajo el manto de la diplomacia”. El brutalista Trump esculpe bloques de hormigón con mangueras de aire comprimido y gana popularidad con el estruendo. Estamos avisados. Y empezamos por Groenlandia.
Es la segunda vez que el hombre del tupé anaranjado propone comprar Groenlandia al reino de Dinamarca. En agosto de 2019, durante su primar mandato, ya lanzó esa oferta al gobierno de Copenhague. “A los daneses les cuesta 700 millones de dólares al año el mantenimiento y para nosotros sería un excelente negocio”, argumentó entonces. La respuesta de Christianborg, el monumental palacio danés donde tienen su sede el Gobierno y el Parlamento, fue rápida y seca: no. El gobierno autónomo de Groenlandia añadió entonces que tampoco tenía ningún interés en convertirse en la segunda Alaska, territorio que Estados Unidos compró a Rusia en 1867 por 7,2 millones de dólares de la época. Con más de dos millones de kilómetros cuadrados, la superficie de Groenlandia es mayor que la de Alaska (1,5 millones de km. cuadrados). Cuatro veces la superficie de España con sólo 56.000 habitantes, Groenlandia vuelve a aparecer en los sueños imperiales de los Estados Unidos. ¿Por qué? Ahora lo veremos.
Los guionistas de Borgen, la popular serie televisiva inspirada en la política danesa (Borgen es el nombre con el que se conoce popularmente el palacio de Christianborg), se pondrían las botas con la insistencia de Trump. Groenlandia aparece varias veces en la serie, siempre con el trasfondo de la problemática explotación de los recursos naturales en sus tierras heladas. La centrista Birgitte Nyborg, la mujer que hace historia en la serie al ser la primera en alcanzar el puesto de primera ministra, diría que no al impetuoso Trump, pero no tardarían en aparecer partidarios de la venta en los pasillos del Parlamento danés. En la vida real, la primera ministra Mette Frederiksen también ha dicho que no. Frederiksen es la segunda mujer que encabeza el gobierno de Dinamarca, puesto que la pionera fue Helle Thorning-Schmidt, también socialdemócrata, entre 2011 y 2015. Queda por ver si en la vida real también aparecen partidarios de la venta en los círculos de poder de Copenhague. Los daneses ya están avisados.
No estamos ante un invento de Trump. Estados Unidos desea Groenlandia desde hace más de ciento cincuenta años. En 1867, coincidiendo con la compra de Alaska al zar de todas las Rusias, hubo una iniciativa norteamericana para adquirir también Groenlandia e Islandia, idea que no fructificó. Estados Unidos quería consolidarse como la gran potencia del Atlántico Norte, mientras conquistaba posiciones en el Caribe y en el Pacífico. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército de Estados Unidos tomó el control de Groenlandia para evitar que fuese controlada por los alemanes, que acababan de ocupar Dinamarca. Concluida la guerra, en 1946, Washington ofreció cien millones de dólares por Groenlandia, y Dinamarca, recién liberada, ya dijo que no. Hace más de un siglo que Estados Unidos desea poseer Bluie, el nombre clave que le dieron los militares norteamericanos en la última gran guerra. Quiere su posición geográfica y quiere las riquezas que se hallan en su subsuelo.

La familia real danesa durante su visita a Qeqertarsuaq, en la costa oeste de Groenlandia, el pasado 30 de junio del 2024.
Groenlandia tiene petróleo, gas natural, oro, uranio y sobre todo ‘tierras raras’, esos minerales cada vez más buscados para el desarrollo tecnológico, muy desigualmente distribuidos por la corteza terrestre. Estamos hablando de un catálogo de diecisiete elementos químicos muy difíciles de hallar en estado puro, algunos de los cuales son muy necesarios en campos tan diversos como los catalizadores, la electrónica, los imanes, la óptica, el vidrio, la cerámica y la metalurgia. Las ‘tierras raras’ son hoy imprescindibles para fabricar aparatos emisores de rayos láser, motores eléctricos, baterías de gran capacidad, equipos de resonancia magnética y otras técnicas de radiodiagnóstico, equipos de sonar naval, memorias de computadores, barras de control de los reactores nucleares, junto con otras muchas aplicaciones que incluyen los paneles solares y las palas de los aerogeneradores. Si alguien consiguiese monopolizar las ‘tierras raras’ podría controlar el mundo del futuro.
En estos momentos las mayores reservas de ese catálogo de minerales se hallan en la frontera entre la República Popular China y Mongolia. Se calcula que China posee en la actualidad el 80% de la capacidad mundial de refino de esos minerales También hay reservas en África. (Uno de los últimos viajes oficiales de Joe Biden fue a África). Las hay en Canadá y también en Groenlandia. Empresas canadienses tienen licencias de explotación minera en Groenlandia y una de esas empresas (Neo Perfomance Materials), que posee una planta de refinado en Estonia, acaba de alcanzar un acuerdo para la explotación de un yacimiento de minerales estratégicos en el suroeste de la isla. Sería la primera explotación comercial de ‘tierras raras’ en Groenlandia. Canadá intenta desarrollar una política autónoma en un ámbito muy sensible, con la autorización de Dinamarca.
Estados Unidos está en guardia y acaba de enviar dos mensajes a Canadá y Dinamarca: hay que colaborar más. En otros tiempos eso se haría por vía exclusivamente diplomática. Trump lo convierte en un cómic para tipos rudos. Le dice a Canadá que le convendría integrarse en Estados Unidos, poniendo en un aprieto al simpático Justin Trudeau, líder liberal en fase descendente. Y le recuerda a la socialdemócrata de Borgen que Bluie también debe servir a los intereses estratégicos de Estados Unidos, como ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Las bases norteamericanas en el litoral de Groenlandia para contribuir al control del Atlántico Norte se llamaban Bluie-1 y Bluie-2. En 1950, Dinamarca aceptó que Estados Unidos reactivará la base aérea de Thule, en el noreste de la isla, al tiempo que intensificaba la ‘nacionalización’ danesa de Groenlandia en régimen colonial. (La antigua posesión vikinga provenía de Noruega, pero la isla quedó exclusivamente en manos danesas, al separarse la corona noruega a principios del siglo XX). Tras su ingreso en el Mercado Común Europeo en 1972, Dinamarca optó por un dominio más flexible. En 1979 concedió un régimen de autonomía a la isla, pero las competencias sobre seguridad, defensa y recursos naturales siguen en manos de Copenhague.
(Thule, los antiguos lectores de las historietas del Capitán Trueno recordarán seguramente ese nombre mitológico, puesto que Sigrid, la bella Sigrid, la eterna prometida del héroe, era reina de Thule).
Mapas, mapas, mapas. Estados Unidos también avisa a Canadá y Dinamarca porque no quiere que la nueva ruta naval del Ártico quede en manos de Rusia y China. Lo contábamos en el Penínsulas del pasado 17 de septiembre. Rusia y China están poniendo en marcha la ruta de la Seda Helada, aprovechando el cambio climático y una mayor navegabilidad de las aguas del Ártico. El pasado 11 de septiembre, por primera vez en la historia de la navegación comercial, dos cargueros de gran tonelaje se cruzaron en el océano Ártico. El encuentro visual entre los dos navíos, propiedad de navieras chinas, se produjo cerca del archipiélago de Novaya Zemlya (Rusia), a unas 750 millas náuticas del Polo Norte. Los expertos consideran que el Ártico se consolidará a partir del 2030 como un mar navegable entre julio y octubre, y que a partir de 2040 se podrá navegar durante unos seis meses al año. La carrera ya ha comenzado. “Hace dos años nadie en el sector portuario imaginaba que tan pronto veríamos un gran carguero con 5.000 contenedores navegando por el Ártico. Esa ruta irá ganando peso, porque es del máximo interés estratégico para Rusia, y China ha llegado a la conclusión de que le conviene explorar esa alternativa ante la crisis del mar Rojo”, nos explicaba en septiembre Jordi Torrent, jefe de Estrategia del Port de Barcelona.

Océano Pacífico Norte
Qingdao
Nansha
CHINA
Océano Ártico
RUSIA
Mar de Barents
Mar de Noruega
San Petersburgo
Fuente: Elaboración propia
LA VANGUARDIA

Océano Pacífico Norte
EE.UU.
Qingdao
Nansha
CHINA
Océano Ártico
RUSIA
Groenlandia
Mar de Barents
Mar de Noruega
San Petersburgo
Fuente: Elaboración propia
LA VANGUARDIA

Océano Pacífico Norte
Qingdao
EE.UU.
Nansha
CANADÁ
CHINA
EE.UU.
Océano Ártico
RUSIA
Mar de Barents
Groenlandia
Mar de Noruega
San Petersburgo
Océano Atlántico Norte
Fuente: Elaboración propia
LA VANGUARDIA

Si observamos bien el mapa que acompaña estas líneas veremos que las costas de Groenlandia y Canadá serían vitales para una ruta ártica alternativa a la que están ensayando chinos y rusos. Y ello nos conduce a otra de las advertencias de Trump. El futuro presidente de los Estados Unidos quiere volver a tener el control absoluto del canal de Panamá, que comunica el Atlántico y el Pacífico en el istmo más estrecho de Centroamérica y por el que discurre todo el tráfico comercial entre la costa atlántica estadounidense y Extremo Oriente.
Hace unos años, China intentó promover la construcción de un canal alternativo en Nicaragua. Tras el fracaso de ese proyecto, China ha invertido esfuerzos para ganar influencia en Panamá. Estados Unidos es el primer cliente del canal, pero China ha conquistado la segunda plaza. El Gobierno chino está efectuando inversiones en el país y ha conseguido que los gobiernos de Honduras y Panamá den la espalda a Taiwán. Con su lenguaje rudo, Trump avisa ahora a los panameños: el canal debe servir a los intereses estratégicos de Estados Unidos, por algo apoyamos la separación de Panamá de Colombia en 1903. En 1904 dieron inició las obras del canal, inaugurado en 1914. En 1977, el presidente norteamericano Jimmy Carter, campeón de la benevolencia, firmó con el presidente panameño Ómar Torrijos un tratado para la devolución de la soberanía del canal a Panamá con un estatuto de neutralidad. Trump quisiera ahora abolir el tratado Carter-Torrijos. Y Carter acaba de fallecer a los cien años.
Antes de tomar posesión, Trump ha empezado a repartir avisos. El nuevo centro de poder que se perfila en Washington sueña con un nuevo tipo de imperialismo. Un imperialismo más físico, más tangible, más corpóreo, más visible en el mapa. Un Estados Unidos más grande, no sólo metafóricamente. Si algún día Estados Unidos consiguiese integrar Canadá y lograra comprar Groenlandia se convertiría en el país más extenso del planeta con una superficie de 21,8 millones de kilómetros cuadrados, por delante de Rusia (17,5 millones). El país más poderoso del planeta. El país más grande del planeta. Ese es el cómic que divulga Donald Trump para enviar unos cuantos avisos y fijar una idea: América, primero.