Salvar las instituciones

Transbordo, Moncloa

Hace algo más de quince años, este cronista fue invitado a dar una conferencia en la ciudad francesa de Lyon. Tema, la solidez y el prestigio de las instituciones españolas treinta años después de la llegada de la democracia. Fue una intervención positiva, pero crítica por los indicios de deterioro que ya entonces eran muy visibles por los casos conocidos de corrupción, la lentitud de la justicia o el excesivo dominio del Ejecutivo sobre los demás poderes. En el coloquio que siguió a la charla, la primera pregunta del público fue una extraña queja: “Vine a escucharle creyendo que hablaría de España, y resulta que hizo un retrato de la política francesa”. No esperaba esa reacción, pero fue útil para el cronista, que entonces tenía menos experiencia: si se mete el dedo en la llaga, resulta que los países democráticos sufren parecidas enfermedades y necesitan parecidas medicinas.

Años más tarde, en el 2018, el Círculo de Empresarios hizo un documentado estudio de 275 páginas titulado La calidad de las instituciones en España . Repasado hoy su contenido, se observa que los indicios ya eran hechos; que la desconfianza social ya afectaba a los jueces; que los ciudadanos recelaban mayoritariamente del gobierno, del Congreso y del Senado; que los partidos suspendían y que solo la Corona, las fuerzas de seguridad, las fuerzas armadas y la sanidad recibían un notable en la calificación de ese tribunal de conductas que es la sociedad; que la desafección se estaba asentando y la crisis institucional comenzaba a ser evidente.

Estos últimos días dos informes volvieron a poner sobre la mesa ese problema con tonos inquietantes. Uno es del CIS (el famoso Centro de Investigaciones Sociológicas que preside José Félix Tezanos) y el segundo, el muy prestigioso informe anual del Banco de España. Ambos han colocado en el mapa informativo el concepto de “deterioro institucional”. En el del CIS, como se suele decir, “no se salva ni el apuntador”. Es particularmente cruel con la justicia, a la que se considera clasista, y es especialmente preocupante la falta de confianza en el Tribunal Constitucional, garante final de la legalidad. La pregunta que sugiere esa desaprobación del tribunal de garantías es de las que quitan el sueño: si no se cree en ese tribunal, ¿cómo se aceptarán sentencias sobre leyes que, como la de amnistía, enfrentan y dividen a la sociedad?

El informe del Banco de España, además de suscribir el deterioro, añade el factor comparativo (en España es más acusado que en la mayoría de los países de la OCDE) y, a modo de conclusión, apunta un efecto económico que a este cronista jamás se le hubiera ocurrido: esa avería del sistema no solo perjudica a las inversiones por inseguridad jurídica, sino a la productividad. Diríase que, aunque sea en una fábrica de ladrillos o de ordenadores, se trabaja más y mejor con instituciones sanas, sólidas o ejemplares. Lo firma el gobernador del banco, cuya autoridad y credibilidad este cronista no se atreve a discutir. Tiene que ser verdad.

Tribunal Constitucional sede Madrid

Sede del Tribunal Constitucional

Dani Duch

No es necesario extenderse mucho en las causas del desgaste, pero hay que señalar una de carácter político y otra de carácter social. La de carácter político es que las instituciones han sido y siguen siendo máquinas de contienda electoral, casi siempre personalista, y apenas se han dedicado –al menos de forma visible– a resolver problemas de la gente. Como respuesta, el ciudadano marcó distancias con su actividad, hasta el punto de considerarlas ajenas a sus intereses. Es como si fuesen un mundo lejano. La de carácter social es que hemos sufrido un engaño de las apariencias: los grandes responsables de la vida pública han confundido la paz social y la ausencia de grandes conflictos con un alto grado de satisfacción popular. No se supo percibir el mar de fondo que estaba creciendo ante sus ojos.

No se puede echar la culpa a un solo gobierno, puesto que en los veinte años que el Banco de España contabiliza hubo gabinetes de derecha y gabinetes de izquierda, populares y socialistas, cuya única coincidencia ha sido un enfermizo apego al poder. En ese clima crecieron los populismos. En ese fallo multiorgánico creció esa extrema derecha tan demonizada por sus causantes ante sus niveles de aceptación popular. Ahora que, al parecer, el PP huele la caída del poderío sanchista y prepara un ideario de seducción para su próximo congreso, tiene ahí materia para un programa de regeneración. Porque regeneración, hoy, es clarísimamente eso: restaurar la salud ­institucional.

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