Parece un partido de fútbol. El escándalo de Montoro ha sido la jugada que empató un partido que Feijóo iba ganando. Ahora se espera un contragolpe de los populares con algún informe de la UCO. En su defecto, la afición se emociona con los titulares que celebran la debilidad del equipo de gobierno y se sorprenden con los extraños compañeros de césped que se están intentando y pueden quitarle a Sánchez el liderazgo de la Champions. A las puertas de los estadios, los cronistas cuentan puntuales el cambiante “minuto y resultado”. El juego es tan discutible, que hay que pedir el VAR en cada pase. En el terreno de juego, dos grandes entrenadores miran el reloj. Feijóo, para urgir el pitido final, ahora que el viento sopla a su favor. Sánchez, para implorar tiempo para dar una oportunidad al milagro de la salvación. Y, como en el Bernabéu, cuando el árbitro no ve una falta del adversario, el graderío se pone a gritar “corrupción, corrupción”.
Parece la retransmisión de un partido de fútbol, es cierto. Pero es la peor crisis política que vivió este país desde la moción de censura en la que Pedro Sánchez tumbó a Mariano Rajoy. Y no hablo de las dificultades de gobernar, que son las propias de una coalición. Tampoco hablo del incierto futuro de la legislatura, porque no tengo dotes proféticas. Hablo del nuevo alcance de una corrupción que ya no es de personas o de partidos concretos. Estamos probablemente ante lo que denuncia Podemos, por boca de su portavoz Pablo Fernández, con pertinente diagnóstico crítico, arriesgado aviso a la sociedad y aprovechado sentido de la oportunidad: es la corrupción del sistema bipartidista. Podemos suavizar esas palabras: los escándalos que estamos viviendo perjudican al bipartidismo, pero solo en la medida que afectan a los dos partidos de gobierno.
Poco importa, en este sentido, que sea indecente echar sobre las espaldas de Núñez Feijóo el deshonor de Montoro, sus técnicas de sembrar el terror fiscal, sus amenazas y chantajes, los privilegios que otorgó a auténticos evasores fiscales mientras segaba literalmente la pequeña vida económica de miles de profesionales y dejaba que el Tribunal Económico Administrativo se limitara a copiar las actas de inspección. Poco importa que el PSOE necesite vitalmente ese empate, aunque sea para desalojar de las portadas las hazañas de sus dos últimos secretarios de Organización. Y poco importa el dislate de situar a Sánchez como jefe de una banda criminal o, en el otro bando, la demagogia de la “venta del Boletín Oficial del Estado” que todos los ministros y ministras repiten con disciplina de papagayos. La repiten porque hay que convencer al país de que la corrupción es del otro.
¡Qué error, qué inmenso error! Se sigue haciendo del “y tú más” el único e infortunado mecanismo de ataque y defensa. Y, cuanto más se repite, más se perjudica a la democracia, porque se transmite al ciudadano votante y soberano que todos son iguales, que todos roban, que todos saquean nuestros impuestos o que hicimos una democracia que manejan unos golfos para lucros inconfesables, para enriquecerse ellos y sus amigos y, encima, culpabilizar sin matices ni excepciones al entramado patronal, del que hablan ya como “empresas corruptoras”. “Las empresas, dijo también Pablo Fernández (Podemos), compran a los políticos del PP y del PSOE como si fueran materias primas o herramientas para sus negocios (…). Saben que son las reglas juego en la política bipartidista y en la política del régimen del 78”. Esa es la bomba de racimo que se pone debajo del sistema, con la intención de hacerla estallar. No es ninguna novedad, porque esa ha sido siempre la aspiración de la izquierda populista y el independentismo. Pero ahora tienen más razones objetivas y, si las siglas del bipartidismo no inspiran confianza, estallará.

Montoro, en el Congreso, en 2017
Esta corrupción es gravísima porque, encima, se suma a las demás crisis. Añadamos a lo dicho al principio: el estado de opinión que empieza a crear la financiación singular, que puede abrir un cisma en el PSOE; la inmigración, que hace crecer al extremismo conservador; la caída de la inversión extranjera denunciada por Antonio Garamendi, como fruto no deseado de la pérdida de seguridad jurídica, y por supuesto el deterioro de las instituciones, víctimas de las ambiciones de ocupación. El diario La Vanguardia alertaba el pasado domingo del riesgo de colapso del bipartidismo. Este cronista lo suscribe. Lo suscribe tanto que con esa advertencia titula este espacio de opinión.