Ya lo dicen, que es mejor caer en gracia que ser gracioso. Y este es el caso de un Salvador Illa que ya ha completado un año como presidente, sin haber hecho nada especial, pero también sin haber incomodado especialmente a nadie. Un no generar grandes anticuerpos que, por pura incapacidad o por las circunstancias, no pudieron lucir a sus predecesores más inmediatos.
Y es que, por ahora, la gran suerte de Illa ha sido doble: los antecedentes y el entorno, un procés colapsado con la ayuda de errores propios del independentismo, junto con la acción de mecanismos y cloacas del Estado que son una apisonadora que aún acosa a parte de quienes más se implicaron en él. Así, en el aparente mar en calma de la política catalana actual, Illa da una celebrada imagen de institucionalidad que no es solo cosa suya, pero que sobre todo se agradece al president.
Illa capitaliza una imagen de institucionalidad que no es sólo cosa suya
En este sentido, la gran aportación de Illa en su primer año al frente del Govern puede haber sido, perfectamente, no hacer pasar vergüenza a propios y extraños. Y eso ya es mucho, viniendo de dónde veníamos, pero tampoco es tanto como para justificar el nivel de elevación, casi de incienso y altar, que algunos le dedican.
Sobre el papel, mucho de lo que planifica suena bien. Sobre el terreno, queda mucho por hacer y ya acumula errores de ejecución nada menores. Y es cierto que nadie, en su arranque, podía exigirle milagros, pero sí una mínima concreción y mayor nivel ejecutivo. ¿Es solo cosa del desconcierto en el que viven instalados sus socios de ERC y comunes? No.
Un gobierno que promete eficacia invita a esperar presupuestos aprobados y menos errores flagrantes, como los que ha protagonizado, entre otros, la consellera Esther Niubó en Educació. Si fallos como los de las pruebas de selectividad o las de funcionarios los hubiera firmado cualquiera de los gobiernos anteriores, el relato habría sido claro: incompetencia, frivolidad e incapacidad para gestionar la autonomía (de ERC, o Junts, da igual). Illa, en cambio, acaba de superar sin demasiada pérdida de crédito el año de gracia que una mayoría le ha concedido.
Un año ganado, sobre todo, por comparación. Como el histórico Barça de Helenio Herrera que ganaba sin ni siquiera bajar del autobús. Pero esto no dura para siempre.
Illa ha optado por una presidencia de gestión, de formas, de discreción. En una Catalunya fatigada, se ha agradecido. Pero administrar no es liderar. A veces también hay que levantar la voz y marcar perfil, no solo frente a fuerzas pequeñas o ultras. Y eso, de Illa, se ha echado de menos ante Pedro Sánchez, especialmente a cuento de una financiación que ya casi nadie espera de verdad singular.
¿Será Illa como Hermes, el dios griego de las sandalias ligeras que atravesaba mundos sin hacer ruido? ¿Impulsa una presidencia pensada más para no molestar que para transformar? Queda mandato para saberlo, pero ojo porque, para gobernar, a veces no basta con no pisar callos. Es necesario, si se tercia, pisar fuerte. Ante quien proceda.