La vía catalanista

Opinión

Se han escrito incontables ensayos sobre el nacimiento de las naciones, pero muy pocos sobre su muerte. Y, sin embargo, las naciones también perecen. Que un corpus ideológico sustente a una comunidad imaginada durante un siglo o dos, no garantiza que vaya a hacerlo en un futuro. Des de finales del siglo XIX, el catalanismo asume que Catalunya es nación, al margen de la forma política y relación con España. Pero con el procés independentista, constató sus propios límites discursivos sobre la sociedad en la que se proyecta. Sin ser casual, lo hizo cuando el contrato social entre catalanes y administración comenzó a tensarse.

Los desajustes en transporte, sanidad o educación tienen orígenes múltiples. Algunos externos, como la infradotación económica que impide darles respuesta adecuada, fruto de un sistema de financiación obsoleto. Otros internos, como la falta de planificación. La procrastinación­ catalana, hija de la lucha­ partidista y de la autocomplacencia, ha impedido preparar respuestas a cambios que ya auguraban expertos e indicadores.

Frente a lo inexorable el catalanismo tan solo tiene una opción, pactar un marco nuevo

Escabullendo la responsabilidad propia, el foco del malestar se sitúa hoy en el elemento más visible, la llegada de más de un millón y medio de personas en los últimos veinte años. En el catalanismo, la preocupación ante este cambio convive con el miedo. Sus partidos, sin embargo, siguen enfrascados en reproches gallináceos, como si vivieran en los años noventa, sin pactar una actuación conjunta, mientras las propuestas mágicas de repliegue de la extrema derecha ganan adeptos.

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El president Salvador Illa, durante el acto de homenaje a Lluís Companys en Montjuïc el pasado 15 de octubre.

Enric Fontcuberta / EFE

Sus representantes –PSC, Junts, ERC, Comuns, CUP–, ignoran que navegan en el mismo barco y que la pérdida de apoyo de uno es la de todos. De todos. El fenómeno migratorio se puede contemporizar, pero no parar. Es un proceso, fruto de dinámicas globales, que escapa al control de cualquier gobernante.

Frente a lo inexorable, el catalanismo tan solo tiene una opción, que no parte ni de una mirada naif de la realidad, ni es cuestión de gusto, sino de su propio interés en persistir: pactar un marco nuevo. A los catalanes ha de trasladarles mensajes racionales, pero también emocionales para que comprendan que, sin la suma de los recién llegados, la defensa de un autogobierno con un componente nacional no es posible. Y ha de salir al encuentro de los últimos para explicarles, de forma proactiva, las bondades de una administración cercana para su propio interés. Ha de acelerar el ascensor social de los inmigrantes y actuar como facilitador de la mejora en sus vidas.

Cuando se afronta una crisis, lo inmediato es buscar una tabla de salvación. Solo asegurada la supervivencia, uno se plantea cuestiones políticas. Cuando la inmigración llega a este punto, el catalanismo ha de ser visto como un aliado del progreso propio, no como un freno. Lamerse las heridas, vivir en la nostalgia y lamentar los cambios es lo cómodo. Rechazar la diferencia reconforta de inmediato, pero no la elimina. Si el catalanismo tiene miedo y se suma al repliegue, su futuro está sellado.

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