Pedro Sánchez ha decidido tomar el Congreso por el pito del sereno. La expresión es exacta: darle a alguien o algo poca o ninguna importancia.
El punto más sustancial de su comparecencia era la nueva correlación de fuerzas en la Cámara Baja tras la ruptura de Junts con el PSOE, un escenario que aboca al Gobierno a la inacción legislativa.
Sánchez se refugia en el papel de líder de la oposición a la oposición
Alguien debió de recordarle a Sánchez que no hay mayor desprecio que el de no hacer aprecio. Dicho y hecho. El presidente del Gobierno discurseó como si nada hubiera cambiado. Como si Junts no fuese más que un niño que hoy te ajunta y mañana no en el patio del colegio. ¡Ya se le pasará la pataleta a Puigdemont, que a los críos no hay que darles más importancia! Esta ha sido, en resumen, la respuesta de Sánchez al órdago de Junts.
¿Me dejáis en minoría en el Congreso? Pues que sepáis, Carles y Miriam, que me trae sin cuidado vuestra decisión. Estamos ya en la segunda mitad de la legislatura y no tenéis margen de maniobra, porque no podéis sumaros a una moción de censura. Ahí os pudráis, si esa es vuestra decisión, en la insignificancia del rincón de la oposición. Naturalmente Sánchez no dijo estas cosas. Pero a buen entendedor pocas palabras sobran.
Feijóo ayer en el Congreso
Hay en esta actitud un fraude democrático de primer nivel. Ni una palabra de presupuestos ni una referencia a cómo se gobierna un país con un Congreso dispuesto a tumbarle a uno cuantas iniciativas presente. La comparecencia de Sánchez fue, pues, la de un monarca forjado a la antigua, alguien que no se debe ni a Dios ni al diablo, solo a sí mismo. Una realidad en la que solo cuenta uno mismo y en la que todos y todo lo demás no son más que un atrezo en una función en la que solo cabe un protagonista.
El miedo al autoritarismo futuro de la derecha que propaga el presidente como blindaje moral deja de ser creíble en estas circunstancias. Si uno esquiva el mandato democrático de deberse al parlamentarismo, no hay nada que pueda echarle en cara a los otros. Y no, no puede normalizarse que en una legislatura no se apruebe un solo presupuesto ni que a partir de ahora la mayoría de las leyes que impulse el
Gobierno no puedan salir adelante. Pero, sobre todo, lo que no puede normalizarse es que no se dedique ni un solo minuto a cómo piensa revertirse esta situación.
Ni moción de confianza, ni esfuerzo alguno por atraer a Junts de nuevo a la órbita de la ya extinta mayoría de investidura ni elecciones. Sánchez oye llover y se refugia en el papel de líder de la oposición a la oposición. El Congreso, convertido en un animado corral de comedias, pero al que se sustrae por la vía de los hechos su función de renovar la legitimidad de partida de cualquier gobierno. Porque España, que se sepa, no es una república presidencialista todavía, aunque Sánchez haya decidido comportarse como si lo fuera.
Por higiene parlamentaria y por coherencia, la comparecencia de Sánchez
debía ser en esta ocasión algo distinto, puesto que el escenario de mayorías y minorías ha mutado por indicación de Waterloo. Es él quien gobierna. Y es él quien tiene la responsabilidad de explicar cómo piensa seguir haciéndolo.
Como eso no sucedió, la sesión careció en realidad de interés alguno, salvo
que uno sienta una irrefrenable pasión por los guiones previsibles de las películas televisivas de los domingos por la tarde. Vivienda, cambio climático y corrupción, la baraja entera cortada como siempre y repartida del mismo modo. Palabras grandilocuentes en boca de todos los oradores. El Congreso es a la realidad lo que los datos macroeconómicos al bolsillo de los ciudadanos. Una foto tomada desde demasiado lejos con un teleobjetivo más que mejorable.
La sesión transcurrió por el carril de lo bien, mal o regular que lo hace el Gobierno. El debate propio de la normalidad.
Pero lo que tocaba era esto: ¿cómo se asegura la gobernabilidad de un país en un momento tan exigente como el presente sin contar con los apoyos necesarios para hacerlo? El Congreso, y en particular Sánchez, nos dio la respuesta: fijando la vista en el dedo. ¿Y la luna? A la luna que le den bien dada.