En silencio, los hermanos Julio y Anselmo Ruiz observan los tres últimos esqueletos desenterrados en la fosa de Ejea de los Caballeros (Zaragoza). Vienen desde Ágreda, en la vecina provincia de Soria, y buscan los restos de su abuelo, Simón Cacho Alonso, labrador fusilado en julio de 1936 por las tropas sublevadas del general Franco. “La gran pena de mi madre fue morir sin haberlo encontrado”, lamenta, con voz quebrada, el mayor de estos jubilados.
No son los únicos que buscan respuestas. Desde mediados de octubre, decenas de personas se han acercado hasta este lugar para dejar muestras de ADN con la esperanza de dar con el rastro perdido de los suyos. En este tiempo, un equipo de ocho arqueólogos y una antropóloga, a los que acompañan numerosos voluntarios, han logrado exhumar 24 cadáveres, una pequeña parte de los 160 fusilados que se estima descansan sin paz en este camposanto. La mayor fosa común de Aragón y una de las más grandes de España.
Los hermanos Julio y Anselmo Ruiz vienen de Soria en busca de los restos de su abuelo, un labrador fusilado
“Esta fosa nos habla de un asesinato masivo y planificado”, relata el arqueólogo Javier Ruiz, a punto de concluir la primera fase. Según cuenta, aquí puede haber restos de vecinos de una veintena de municipios de la comarca de las Cinco Villas y la Ribera Alta del Ebro –Pinseque, Gallur o Pedrola–, con un potente movimiento sindical en la época, o de zonas más alejadas como Caparroso (Navarra) o la citada Ágreda (Soria), todos ejecutados en las primeras semanas del alzamiento. “Hay varios alcaldes y gente significada con el movimiento republicano, pero a otros los mataron por ser meros simpatizantes”, añade.
El año pasado, las catas lideradas por la asociación memorialista Batallón Cinco Villas ya confirmaron la presencia de una gran fosa en este cementerio. Este año dieron inicio a las exhumaciones, facilitadas por el uso de cal viva por parte de los verdugos, que corroe los tejidos pero ayuda a conservar el armazón. “Los huesos han salido perfectos”, apunta Ruiz. Ya fuera de la zanja, de 13 metros de largo por 1,6 de profundidad, se limpian, clasifican y extraen muestras –muelas principalmente– para ser enviados a un laboratorio de Navarra.
“El proceso es positivo, pero llega demasiado tarde”, se lamenta Teresa Juana Guilleme, concejal de Memoria Democrática en la localidad ejeana, de 17.000 habitantes. La edil reconoce que la mayor dificultad –y lo más costoso– es el proceso de identificación, sobre todo por la falta de descendientes cercanos y del prometido banco estatal de ADN para desaparecidos de la Guerra Civil. Calcula que todo el proyecto, que incluye la apertura de nuevas fosas adyacentes a la de ahora, durará al menos otros dos años más.
Si para la primera fase de exhumación se han adjudicado unos 80.000 euros –45.000 del Ayuntamiento ejeano y 35.000 del ministerio de política Territorial a través de la Federación Española de Municipios y Provincias–, para la segunda ya hay comprometidos otros 100.000 euros de la Diputación de Zaragoza. Mientras, siguen a la espera de que se convoquen ayudas dentro del Plan de Concordia, anunciado por el Gobierno de Aragón tras la derogación de la ley autonómica de Memoria Democrática en 2024 por la alianza entre PP y Vox en el Gobierno. “Aún no tenemos noticias de ellas”, asegura Alberto Espés, de la asociación memorialista.
En las calles del pueblo, la apertura de la fosa ha removido las entrañas de muchos vecinos. “No es como en las ciudades, aquí la herida sigue muy abierta”, subraya Ruiz. En 2008, el Ayuntamiento instaló un monolito que recuerda los nombres de los 417 fusilados en la zona, ante el que cada año celebran actos de homenaje. También se han organizado charlas en los dos institutos del pueblo, cuyos alumnos han ido a visitar la fosa. “Es fundamental que los chavales tomen conciencia de lo que pasó para luchar contra los bulos o los discursos que niegan lo sucedido”, añade Guilleme.
