Cuando era crío, en los veranos en Arbúcies, una de las fantasías habituales de los chicos de la calle era pensar cómo seríamos en el año 2000. “¡Tú tendrás treinta y ocho años!”, “No, treinta y siete, que soy de noviembre!”. A los doce o trece nos parecía que con treinta y siete eras un matusalén. A nadie se le ocurrió nunca decir: “¿Cómo seremos en el 2025, cuando haga cincuenta años que murió Franco?”. Llamadme bobo, pero para los chiquillos de doce o trece años de 1975, la muerte de Franco nos parecía una especie de final de la historia como el que, después de la caída del muro de Berlín, anunció Francis Fukuyama.
En el ambiente donde me movía de chiquillo –en invierno en el barrio entonces industrial del Poblenou y en verano en el pueblecito entonces de veraneo de Arbúcies donde mi abuela y mi madre regentaban una fonda- no conocí nadie que fuera franquista. Siempre se dice que la Gauche Divine fue tan precursora de esto y aquello. Y en este aspecto realmente lo fue. Los cachorros izquierdosos de la Barcelona burguesa encontraban a Franco inelegante y cutre y detrás de ellos todo el mundo lo acabó encontrando igual de cutre e inelegante. “Franco, Franco, que tiene lo aculo blanco” –cantábamos a los chiquillos– “se lo lava cono Elena y le sale una melena”. Y nadie nos reñía. Por cierto, lo de la melena fue premonitorio de los partes médicos aquellos famosos, de cuándo se estaba muriendo, que hablaban de las heces en melena.
La obra del artista finlandés Riiko Sakkinen “Franco no era tan malo como dicen”, que ironiza sobre los supuestos logros del dictador,en la Galería Forsblom de ARCO 2020
Un hostal de montaña era un buen observatorio social. Las señoras del Eixample que teníamos de clientas encontraban el franquismo casposo y desagradable. Teníamos clientes que trabajaban en cargos directivos en grandes empresas, que no estaban por la revolución social precisamente, pero que veían bien que corriera un poco el aire. Uno de los clientes buenos era ejecutivo de la discográfica Belter. Vino del Festival de Eurovisión de 1969, explicando muchas cosas divertidas del vestido que llevaba Salomé, recubierto de flecos: “parecía el baile del oso”. Había un clima general de tú ya me entiendes, que quería decir: nosotros tampoco estamos a favor. Los dueños del hostal, grandes propietarios forestales, habían sido perseguidos por la FAI y después de la guerra contribuyeron a pagar la capilla de la Pietat, quemada en 1936. Pero el señor Manel, religioso y carlista, hablaba de en Francu (él lo pronunciaba con u) con una distancia no sé si decir planiana. Los pocos que se declaraban franquistas eran personajes risibles. Recuerdo, cuando ya estudiaba COU, al hijo de una papelería del Portal del Ángel –se llamaba Guerrero–, que hacía el papel de Martínez el Facha. Todo el mundo se le reía en la cara. Desaparecido en Francu, toda aquella normalidad a media voz que adivinabas por todas partes dejaría paso en un final de la historia de regaliz, pipas Churruca y ositos de gominola. Solo faltó que en las primeras elecciones, en Catalunya, por el PP, solo saliera López Rodó.
En todas partes había infiltrados que interpretaban las reglas con sentido progresista
Cuando, ya más mayorcito, estudié filología y empecé a trabajar en el mundo del periodismo y de la comunicación, esta sensación de euforia libertaria se mantuvo durante un tiempo. Al principio, en todas partes había infiltrados. Las empresas, las instituciones, tenían unas reglas, pero las personas encargadas de aplicarlas, que mayoritariamente provenían del antifranquismo y del catalanismo, las interpretaban con un sentido progresista.
Poco a poco las cosas fueron volviendo a su lugar, que no era el país de gominola, como habíamos pensado ingenuamente. Hay una teoría que dice que el final de la Barcelona divertida y llena de promesas de la transición fue el pujolismo. Me parece una visión muy incompleta. Las estructuras de poder –que nunca desaparecieron, claro está– se volvieron a manifestar abiertamente y se produjo un retroceso en todos los terrenos, un retorno a un sistema de jerarquías y obediencias que, sin una relación directa con el fenómeno histórico del franquismo, forman parte de la sociedad española desde mucho antes. La historia no se había acabado ni se acabará y nosotros hemos quedado, con las rodillas rascadas, como unos Fukuyamas de pacotilla.