El pase a prisión de un político notorio es una escena familiar ya en democracia, casi muy poco para hacerse de nuevas, señalando con el dedo al partido rival. Ahora bien, esa cansina reiteración de vicios privados contra ideales públicos podría remover a los amigos de la honestidad en los partidos, y dejar en suspenso los propósitos de enmienda más tópicos, como dar otra vuelta de tuerca al código penal, alargar las cautelas en los protocolos internos o, ya de paso, exigir más responsabilidad social corporativa a las empresas, nuestros habituales remedios.
Tal vez valga caer en la cuenta de que estos dolorosos desvíos particulares coinciden en el tiempo con unas malas prácticas institucionales, pero que obtienen indulgencia de todo lo que depara un éxito en política. A poca memoria que se tenga –o será que se repara mejor siendo parlamentario de la oposición–, esta coincidencia se da en cuanto a que el más notable de los ahora bajo custodia judicial fue quien subió a la tribuna de un Congreso, abarrotado de diputados y senadores, a defender la moción de censura de 2018. La misma persona que ahora es blanco favorito de las caricaturas. Cabe responder que ha sido una casualidad, simbólica, todo lo más.
Siete años de gobiernos de minorías han deparado un vivir al día carente de fines
Quien defendía esa censura, una audacia táctica contra un gobernante con los presupuestos recién aprobados, lo hizo apalancado en un discurso contra la venalidad del partido gubernamental, recién confirmada en ese momento por sentencia judicial.
Por mucho que se hayan incrementado en posteriores sesiones de investidura aquellos exiguos votos iniciales, lo decisivo de entonces fue abrir las puertas a una censura enteramente negativa, sin otra propuesta compartida por los firmantes de la moción que la ocasión de sustituir al gobernante. Siquiera se ofreció al país el compromiso de acudir a unas prontas elecciones que refrendaran en un corto plazo la operación parlamentaria.
No estará de más revisar, siete años después, ese punto de partida del mal uso de la pieza central del sistema político. Siete años de presidente de gobiernos de minorías, sin programas legislativos firmados por sus aliados, han deparado un vivir al día carente de fines definidos y positivos, en una lucha por la supervivencia sólo compensada, entre sus partidarios, por la fortaleza de carácter del ganador de la censura. Lo permanente del proceso iniciado ha sido la figura de un presidente respaldado en un frente parlamentario de creciente rechazo. Tal vez sea que las carencias institucionales atraen poderosamente a las otras corruptelas.