Loading...

Ruta por los restaurantes y cafés modernistas que frecuentaron los grandes artistas de la época

Patrimonio cultural

Los establecimientos más representativos del movimiento en Barcelona continúan siendo referentes de la belleza, la cultura y los relatos de la élite intelectual

La sala de Els 4 Gats, símbolo indiscutible del modernismo barcelonés, enclavado en laCasa Martíde Josep Puig i Cadafalch

Pau Venteo / Shooting

Barcelona ha sido cuna de grandes movimientos artísticos. Pese al ritmo vertiginoso al que crece la metrópolis y a la homogeneización de sus calles, todavía son visibles en muchos rincones de la ciudad los vestigios de otras épocas de gran esplendor, como el modernismo, insignia de la ciudad. El movimiento abarcó distintas disciplinas, desde la arquitectura –Gaudí, Domènech i Montaner, Puig i Cadafalch–, a la pintura y la escultura –Ramon Casas, Isidre Nonell, Eusebi Arnau, Picasso– y la literatura –Joan Maragall, Santiago Rusiñol, Àngel Guimerà, Narcís Oller–, cuyas obras atraen a numerosos visitantes, de aquí y de fuera. En estas líneas no proponemos una ruta por esos lugares, sino por aquellos que los protagonistas del movimiento frecuentaban, en los que se reunían y festejaban. Recorremos cuatro restaurantes y cafés en los que se inspiraron las mentes más creativas de la época.

Uno de los más representativos, el 7 Portes, sigue evocando la elegancia del viejo París. Nacido de la mano de Josep Xifré, el restaurante abrió sus puertas en el siglo XIX como punto de encuentro de la burguesía barcelonesa. Fue pionero en introducir calefacción central y agua corriente, y en sus salones se celebraban tertulias que reunían a políticos, artistas e intelectuales. “Aquí venían Picasso, Miró o Lorca, pero sobre todo generaciones de barceloneses que entendían el arte de conversar alrededor de una mesa”, explica Elena Alvira, directora del espacio. Ese espíritu se percibe aún entre espejos centenarios, cerámica original y un pavimento geométrico que remite a los gustos simbólicos de la época.

El 7 Portes custodia más de trescientas obras de la época, algunas expuestas y otras en reserva

Merecen una mención las pinturas de artistas modernistas que cuelgan de sus paredes, que convierten el restaurante en un pequeño museo. El 7 Portes custodia más de trescientas obras catalogadas, algunas expuestas y otras en reserva. También conserva placas que señalan las mesas preferidas de visitantes ilustres. Entre tantas anécdotas, destacan la del nieto de Joan Miró, que fue a comer un día sin avisar y, por azar, fue sentado en la mesa con la placa de su abuelo; lo desveló al final. Pero la leyenda de Picasso es la más sorprendente porque, cuando era estudiante de la Llotja y tenía mesa recurrente, dejó una cuenta pendiente con “cuarenta cafés con leche” que el tiempo convirtió en guiño de ­memoria.

Mientras hoy se siguen celebrando tertulias de perfil cultural, profesional o vecinal, en uno de sus salones, la llamada gàbia, Federico García Lorca leyó Poeta en Nueva York en 1935, episodio que el propio restaurante recuerda con una placa. Con horario continuo, piano en directo cada noche y una constelación de salones (del rosa al verde) que se reservan sin pompa, el establecimiento demuestra que su prioridad es estar al servicio de los clientes.

El 7 Portes custodia en las paredes de su sala pinturas modernistas de artistas de la época

7 Portes

En lo culinario, esta casa ha unido desde el inicio artesanía y técnica. Fue uno de los puentes por los que entró en Barcelona la nouvelle cuisine a finales del XIX, y hoy sostiene un equilibrio entre recetas de raíz catalana (arroces célebres como el Parellada) y producto de proximidad. “En el fondo, aquí se come y se conversa —dicen—; lo demás es memoria que se comparte”.

Unas calles más allá, en plena Rambla, donde el ruido nunca descansa, el Cafè de l’Òpera resiste como un testigo del modernismo cotidiano. Abierto a finales del XIX, primero como chocolatería y pronto transformado en café, ha visto desfilar generaciones enteras que lo convirtieron en un salón compartido de la ciudad. Sus espejos biselados, sus maderas nobles y sus lámparas centenarias guardan tanto las confidencias de artistas e intelectuales como las charlas de vecinos que, desde siempre, han hecho suyo este espacio.

La fachada del Cafè de l’Òpera, abierto a finales del siglo XIX en plena Rambla

Àlex Garcia

Durante décadas, el Cafè de l’Òpera ha sido punto de encuentro de bohemios, actores del vecino Liceu y tertulianos de todo tipo. En sus mesas se ha discutido de política y de ópera, de fútbol y de poesía. Algunos cronistas lo llamaron “la antesala de la Rambla”, porque en él se podía saber qué ocurría en la ciudad sin necesidad de salir a la calle. Hoy, Andreu Ros, el actual responsable, que recuerda la historia de cómo sus abuelos adquirieron el local en los años veinte, insiste en que la clave de su supervivencia no está en la nostalgia ni en el turismo, sino en algo más simple: “Aquí lo importante no es quién se sienta, sino cómo se siente. Nuestro patrimonio es la relación con la gente”.

Esa filosofía explica por qué, a pesar de la gentrificación y la desaparición de tantos cafés históricos, el Cafè de l’Òpera se mantiene con naturalidad, sin impostar su esencia. No pretende ser un decorado para la foto, sino un lugar vivo, donde un vecino de toda la vida puede compartir mesa con un viajero curioso. Lo que queda, al final, es un espíritu de hospitalidad que trasciende ­modas.

Por el Marsella pasaron figuras como Hemingway, Picasso y Dalí

Si el Cafè de l’Òpera es la Rambla hecha café, el Bar Marsella es el Raval en estado puro. Fundado en 1820 y considerado el bar más antiguo de Barcelona, su interior apenas ha cambiado: el mármol del mostrador, las lámparas polvorientas, las botellas alineadas como soldados inmóviles. Pero su esencia no está solo en la estética, sino en las historias que han cruzado sus puertas.

Aquí se bebió absenta antes de que la moda la rescatara, y aquí se refugiaron artistas, sindicalistas y noctámbulos de toda condición. La leyenda dice que Hemingway, Picasso y Dalí pasaron por sus mesas, pero lo que más pesa en la memoria del Marsella y en el corazón de Josep Lamiel, dueño del local tras generaciones al frente, es la respuesta de la gente cuando en el 2013 evitaron su cierre: “Fue un momento muy extraño y al mismo tiempo muy intenso, muy emotivo. Los abuelos llevaban a sus nietos para decir dónde se habían conocido. La gente venía a tomar fotos, porque no querían perder el recuerdo del bar donde habían celebrado sus fiestas”. Una respuesta vecinal que incluyó la intervención de artistas nacionales e internacionales y que resultó ser la respuesta de generaciones agradecidas: “Nunca piensas que haces feliz a alguien –dice Lamiel–. Y un día te das cuenta de que este lugar forma parte de la vida de miles de ­personas”.

Una imagen de archivo del Bar Marsella, en el corazón del Raval

Mané Espinosa

El Marsella también fue resistencia. En los ochenta, cuando la vida cultural del Raval hervía, se convirtió en escenario de sesiones de jazz, flamenco y transformismo. Era un cabaret espontáneo, bullicioso, donde los artistas se mezclaban con el público y la fiesta se desbordaba.

Hoy, no reniega de la fama (en el 2023 fue el decorado del videoclip Vampiros de Rosalía junto a Rauw Alejandro) pero se cuida de no convertirse en postal turística. Sigue siendo un refugio, con ese aire clandestino que lo define desde siempre, donde uno puede imaginar a los viejos tertulianos, a los sindicalistas reunidos o a los pintores huraños.

Una fotografía de Joana, una clienta que acudió cada viernes durante 40 años, cuelga de las paredes de Els 4 gats

Otro símbolo indiscutible del modernismo barcelonés es Els 4 Gats. Enclavado en la Casa Martí de Puig i Cadafalch, fue inaugurado en 1897 de la mano de Pere Romeu, Ramon Casas, Miquel Utrillo y Santiago Rusiñol, inspirados por el parisino Chat Noir. Allí, entre vitrales modernistas y columnas que aún resisten, floreció un espacio polivalente donde cabía todo: conciertos de Granados, sesiones de sombras chinescas, exposiciones pioneras e incluso combates de esgrima y boxeo. “Se hacían muchas cosas que la gente hoy no imagina”, explican desde el local.

El lugar guarda la memoria de la primera exposición de Picasso, que colgó en sus paredes cuando el artista tenía apenas 17 años, y de las tertulias de poetas y artistas que tejieron la identidad cultural de la ciudad. Aunque hoy las obras son reproducciones, la magia sigue viva: “Son copias hechas frente al original, como la del famoso Ramon Casas i Pere Romeu en un tàndem, con permiso del propio Museu del Modernisme”, puntualizan. Y, junto a esas réplicas, sobreviven los vitrales, lámparas y techos originales que devuelven al visitante la atmósfera de finales del XIX.

El restaurante Els 4 Gats 

Pau Venteo / Shooting

Más allá del mito artístico, Els 4 Gats ha cultivado un trato íntimo con clientes de toda la vida. Es el caso de Joana, parroquiana fiel que acudió cada viernes durante cuarenta años y que, ya en sus últimas salidas, convirtió su asistencia semanal al restaurante en un ritual. Su foto preside hoy una de las paredes, al mismo nivel que las visitas ilustres. “Para nosotros, Joana es símbolo de lo que debe ser la relación con los clientes”, confiesan. Junto a ella, el eco de Hollywood, con el rodaje de Vicky Cristina Barcelona, escrita y dirigida por Woody Allen. Y nos confiesan otra curiosidad: “Muchos siguen pidiendo la mesa de Scarlett Johansson, porque es la más famosa, pero también tenemos la de Javier Bardem”.

En el 2017 recibieron la medalla de honor al Mérito Cívico del Ayuntamiento de Barcelona, un reconocimiento a esa doble vocación de negocio y espacio cultural. Y quizá esté en lo que en la casa denominan “energía positiva”, que, según la tradición, emana del antiguo pozo de Sant Narcís bajo el edificio.

En todos estos locales existe la voluntad de resistir. Resistir frente al olvido, frente a la gentrificación y frente a la uniformidad de las ciudades globales. Entrar en el 7 Portes, en el Cafè de l’Òpera, en el Marsella o en Els 4 Gats es recordar que Barcelona no solo se construyó con ladrillos y planos, sino también con conversaciones, copas de absenta, debates y tertulias.